Especialista en psicología clínica. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, y de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y colaborador docente de la UB y d la URL. Colaborador habitual del periódico La Vanguardia. Autor de numerosas publicaciones científicas en revistas nacionales e internacionales. Ha escrito varios libros. Los dos últimos son “Del Padre al iPad. Familias y redes en la era digital” (editor) y “El mundo pos-covid. Entre lo presencial y lo virtual”.También ha colaborado con escuelas de segunda oportunidad.
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(Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a José R. Ubieto)
Me parece interesante esta propuesta de pensar qué ideas de inicio se van transformando. Cuando uno se echa la vista atrás y se ve una trayectoria profesional larga, hay muchas cosas que uno pensaba al inicio y luego van cambiando. Quizás, la que me parece más importante es una cierta ilusión de omnipotencia. Creemos al comenzar que tenemos la clave de la transformación en la vida de las personas a las que nosotros atendemos, sean alumnos, familias, pacientes en general o instituciones. La realidad es que esa incidencia no es tanta, y vas comprobando que son las personas las que van decidiendo sobre sus vidas, y las instituciones, por otro lado, tampoco cambian tan fácilmente. En definitiva, antes pensaba que yo podía transformar muchas cosas, y ahora pienso que son las personas quienes deciden cambiar las cosas que verdaderamente les importan.
Te voy a poner un ejemplo. Es el caso de una señora con un trastorno mental grave, con tres hijos a los que llevaba poco al colegio porque tenía la idea delirante de que los maestros contaminaban a sus hijos, a través de unos rayos venenosos que salían de sus ojos. Esto provocaba un grave absentismo de los hijos. Intervinieron muchos servicios (mentales, educativos y sociales) para tratar de reconducir la actitud de la mujer. No tuvieron éxito. Ella, además de sostener esta tesis psicótica, tenía otras artes de seducción: una gran cultura con la que fácilmente te envolvía en su conversación, y un aspecto físico de gran fragilidad que inducía a la compasión. Todo esto favorecía que mareásemos la perdiz durante mucho tiempo. Finalmente, incluimos su caso en un programa de trabajo en red y cambiamos el diagnóstico. Pasamos de esa idea de fragilidad y de compasión, a la evidencia de una mujer psicótica que actuaba con una gran tiranía en sus decisiones, fruto de sus tesis delirantes, que estaban provocando un maltrato objetivo de sus hijos. Éstos no estaban siendo escolarizados y compartían el universo delirante de su madre. La decisión fue un ingreso no voluntario en un centro psiquiátrico por orden judicial. La señora consiguió, mediante esas artes seductoras, que sus hijos volvieran a casa a las 48 horas. Esto provocó un problema con el marido y, como al mismo tiempo nosotros estábamos trabajando con él para que se hiciera cargo de sus hijos, la señora, ante el nuevo conflicto con su esposo, decidió que le convenía irse de la casa y no provocar un nuevo ingreso, del que no hubiera salido tan fácilmente. Todo esto nos enseñó que la decisión que cuenta es la que toma el sujeto, y nosotros lo que hacemos es acompañarlo para que tome las decisiones que creemos le benefician más y que le perjudican menos. Es un ejemplo de la enseñanza más clara que he sacado a lo largo de mi carrera profesional.
Es un caso muy interesante, especialmente si lo vinculamos con la Educación. En algunos de los libros que has escrito reflexionas sobre el impacto de la tecnología en las relaciones sociales y familiares, y también sobre el mundo post-COVID. Has escrito que “el futuro de la educación nos muestra los intentos desesperados de los pedagogos para restaurar el valor del saber, cuando su rechazo provoca cada vez más síntomas en forma de fracaso escolar, absentismo, desatención, hiperactividad y acoso escolar”. Me recuerda lo que estás explicando, en el sentido de que hay una intención casi omnipotente de los pedagogos por restaurar el valor del saber, pero los supuestos beneficiarios muestran reacciones contrarias, y algunas de ellas perversas, incluso.
Kant, en su ensayo Pedagogía, señalaba que había dos tareas imposibles. Una es educar, y la otra es gobernar. Y Freud, que era un gran lector de los filósofos alemanes, añadió una tercera, que era curar. La palabra imposible hay que tomarla en su sentido lógico, si hacemos alusión a las categorías de Aristóteles. Imposible, en esta acepción, no quiere decir que no se pueda conseguir porque es una evidencia que curamos, gobernamos y educamos todos los días. Imposible quiere decir que no hay un universal de la educación, de la cura y del gobierno. Sabemos que hay muchos niños y niñas que aceptan una gran mayoría de las exigencias educativas. Y que esto les permite aprender. Pero siempre se guardan algo suyo, algo que no ceden a la demanda del educador. Hasta el niño más obediente tiene sus rincones donde transgredir. En la cura mental también ocurre que hay pacientes que se resisten a cambiar porque eso los llevaría a hacerlo en demasiadas cosas, y en algunas de ellas no quieren. ¿Qué decir del gobierno? Necesitamos las cárceles porque hay personas que no acceden a ningún tipo de negociación y de persuasión. No quieren ser gobernadas. Hay algo ingobernable en esas actitudes.
Los pedagogos tienen hoy una tarea difícil, en este sentido de lo imposible que señalaba, porque no todos consienten en el proceso de educar. Además, en estos tiempos digitales, los educadores padecen una OPA hostil con la tecnología, que tiene muchas virtudes, pero que absorbe una buena parte de la atención de niños y adolecentes, que choca con la propuesta educativa escolar. La realidad digital les ofrece respuestas a preguntas que no van a encontrar en la escuela por diversas razones. Condicionantes como la inmediatez, el anonimato y la consulta de cuestiones muy íntimas tienen un contexto más asequible en la red, que no en la escuela. Esto hace que los pedagogos tengan que replantearse muchas de sus prácticas porque ya no están solos en su tarea educativa. Antes, estaban la familia y la escuela y ahora ha parecido un tercer agente muy importante y cada vez más presente en las vidas de niños y adolescentes.
En uno de tus libros, describes “niños y niñas hiperactivados, hiperconectados e hipersexualizados”. El mundo de la escuela, en cambio, está caracterizado por sus ritmos repetitivos y, a veces, despersonalizados. Parece una batalla imposible con la manera en que viven en las redes. En tus libros relatas algunos casos muy llamativos, como el caso de Mario, que utiliza el videojuego como terapia para superar el acoso escolar; o el de Sara, a la que su padre, pretendiendo que esté actualizada permanentemente, le compra un móvil a los ocho años, y le provoca crisis profundas cuando no dispone del dispositivo un fin de semana. Este desconcierto del que hablabas en los adolescentes parece superior en los propios padres.
Tiene su lógica porque estamos demasiado pegados todavía al surgimiento de estos cambios para tener una perspectiva. Incluso, para generar una pragmática suficientemente ágil para manejarnos. Una de las características de nuestra época es la prisa y la rapidez con la que se producen los cambios, y esto nos descoloca continuamente en todos los ámbitos. Imagínate si uno de nuestros abuelos viera todas las formas de familia que conviven actualmente, o toda la diversidad de variantes sexuales. No tenemos el tiempo subjetivo para elaborar un pensamiento. Con las tecnologías, pasa lo mismo. Pensemos en el sentido de la privacidad o de la cooperación. Valores como la responsabilidad o el anonimato son cuestiones que evolucionan con tanta rapidez que nos cuesta, especialmente a los adultos, que venimos de otro marco tecnológico. Nosotros no nos socializamos así en nuestra infancia y juventud. Primero, tendremos que hacer un poco de duelo con algunas tecnologías que ya no son absolutas. Es el caso de la tecnología analógica. Cuando decimos que solo se puede leer en papel, estamos reflejando cómo aprendimos y lo que nos gusta oler el papel y contemplarlo como un objeto maravilloso. Pero, las nuevas generaciones no se han socializado con el libro en papel. Tengo alumnos que se sorprenden cuando les pido que vayan a una librería a comprar una referencia bibliográfica porque creen que si no está en internet no existe. Quizás, ni siquiera tienen la experiencia de ir a una librería a comprar un libro científico porque solo habrán ido a comprar novelas. Nuestro duelo es que tendremos que aceptar nuevas formas y estar dispuestos a ver qué podemos rescatar y qué hemos de criticar. El trabajo de conjugar la tradición y la invención lleva su tiempo, y nuestro problema es que ahora el tiempo pasa muy rápido.
Me interesa también que abordemos el espacio de la escuela en relación con la autoridad. Toda mi vida como tutor, he repetido a las familias que la escuela es el espacio de la socialización y la familia el de la seguridad, enfatizando la especial obligación de los padres para garantizar la seguridad en la infancia, y la responsabilidad de la escuela en la socialización. En tus libros, escribes sobre la ruptura de la autoridad, de los sistemas expertos, del espacio extrafamiliar… y sobre su reconfiguración. Pero, de repente, llega la pandemia.
El problema que tenemos los adultos, los educadores, pero también, los clínicos, las personas que trabajan en el ámbito de la intervención social, y, por supuesto, los padres es saber cómo recuperamos la capacidad de interlocución con los niños, niñas y adolescentes. Y no solo desde la perspectiva de la salud mental. Cuando hablo de recuperar me refiero a reaprender, porque no es que crea que en el pasado esa interlocución fuera mejor. Se trata de reaprender algunas cuestiones que nos permitan ocupar esa función de interlocución para no dejarla solo en manos de ese otro digital. Hoy hay millones de jóvenes que cada día le preguntan a la pantalla qué hacer con sus vidas, e incluso si conviene vivir. Y se lo preguntan a un otro digital, anónimo, que está compuesto por miles de avatares y de personas que se introducen ahí. Hemos conocido jóvenes que se han suicidado porque han recibido respuestas, a través de esa tecnología, en la que le confirmaban que era la mejor solución. Y, finalmente, lo han hecho. También los adultos tenemos que ser “influencers”.
Para conseguirlo, no es buena idea retomar la vieja relación entre autoridad y poder, vinculada con aquellas expresiones de “yo soy tu padre” o “porque lo digo yo”. La autoridad la debemos recuperar desde su concepción etimológica, que viene de “auctor”, que significa “el que inventa, el que soluciona problemas”. Adultos y maestros debemos buscar una conversación orientada a resolver problemas como la vivencia de la sexualidad, las relaciones sociales, las amistades o las dificultades para integrarse en el mundo laboral. Todas aquellas cosas que constituyen “la delicada transición” de la adolescencia, como la denominaba Víctor Hugo. Necesitamos ser interlocutores con capacidad de resolución e invención. Y esto pasa por instrumentos que hemos olvidado, como la conversación, que hemos sustituido a menudo por protocolos o por fórmulas estandarizadas, que quizás monitorizan lo que hay que hacer y nos alivian, pero no siempre son útiles.
Hay una vinculación entre la omnipotencia de la que hablabas al principio y la idea de que las normas nos van a solucionar todo. Tu has escrito que “el estado natural de las adolescencias es el virus Pubertad 12-18”, y cómo nos incomoda la interinidad que provoca. Me ha resultado muy sugerente que señalas la importancia de no lanzarse a dar consejos de manera inmediata, sino en dejar tiempo a la conversación como un método para generar vínculos. Es una idea que repite frecuentemente Jaume Funes cuando habla de la importancia de “estar” a disposición de los jóvenes. La pandemia, sin embargo, nos ha mostrado numerosas situaciones de relaciones agobiantes en el interior de las familias.
“Estar” es muy importante, pero la pregunta es “¿cómo estar”. La presencia es muy importante en la tarea pedagógica, pero no es suficiente en sí misma. Estoy escribiendo un libro en forma de conversación con una socióloga, en el que incidimos en que la presencia se debe ligar a la atención. Debe ser una “presencia atenta”. Algunos jóvenes nos dicen que sus padres están en casa, pero que están a lo suyo, es decir, conectados al móvil o con sus propios planes. Quieren decir que hay algo de la atención que no está bien articulada a la presencia. Ocurre lo mismo en el ámbito de la docencia. Hay profesores que están, pero no consiguen captar la atención de sus alumnos. La presencia y la atención deben estar unidas a un tercer elemento, que es el deseo, que me gusta definir como “la pasión que uno pone en eso que hace”. Yo no tuve grandes profesores, pero sí que recuerdo a un profesor de Historia, muy estricto, pero al que todos adorábamos, porque era el único que sentía una gran pasión por lo que nos enseñaba. Su presencia estaba unida a la atención que ponía, y la que generaba en nosotros y en las cosas que hacía.
Todo esto que digo tiene que ver con un cambio de paradigma, tanto en el ámbito de la educación como en otros, que es la idea de problema-solución. Tú tienes un problema como alumno, porque no estudias, o como paciente, que no te va bien la vida, y yo, como experto, tengo la solución y voy a dártela. Esto ya no funciona más porque está basado en una suposición de saber carismático. Cualquier problema se define como un déficit de atención, de conducta o de lo que queramos, que debemos atajar. Tenemos que pasar a otro paradigma, que algunos definimos como “del síntoma a la invención”. Se trata de plantearse, delante de un problema o de algo que no funciona, qué invenciones podemos construir para ese problema.
Se trata de pensar en cómo trabajamos con las invenciones que los sujetos crean para afrontar algún tipo de problema. Me ocurrió con un chico de ocho años que tenía tics nerviosos faciales, encopresis y en poco tiempo había hecho dos agresiones a un alumno y a un gato, al que mató de una manera muy cruel. La maestra me pidió que lo visitara porque estaba asustada, ya que le pareció que había algo muy horroroso en su rostro, a pesar de que no tenía problemas, más allá de su aislamiento. En la segunda sesión, se le escapó una lagartija del bolsillo. Entendí que era una puesta en escena dirigida a mí, porque quería decirme algo, pero no sabía cómo. Iniciamos una conversación sobre la lagartija y emergió que tenía una pulsión sádica importante. Él era el primero que quería reducir esa crueldad. Los tics o la encopresis eran una manera de volver la agresividad sobre sí mismo. Su solución pasó por la pasión que mostraba por los reptiles. Esto le permitía presentarse a los otros como alguien que sabía de algo, que era mejor que los otros comportamientos. Se trataba, entonces, de dar vida a esa pasión y no rechazarla por no ser propia de un tratamiento. Con él acordamos que esa pasión y su satisfacción por “asustar” estuviera bajo control y con condiciones. Permitir esto es lo que favoreció que desarrollara otras invenciones creativas en su entorno.
Las Escuelas de Segunda Oportunidad, que tú conoces bien, se basan en esta idea de no fomentar el déficit y, sin ignorarlo, no recrearlo. Lo que hacen es buscar las invenciones, ya sea como cocinero, camarero o cualquier otra tarea que puedan desarrollar. Aquí es donde tenemos que poner el foco, y es lo que nos da autoridad.
Estas invenciones que señalas están relacionadas con la conversación que genera otros vínculos. Hablas de la conversación como método y oportunidad, y también del factor sorpresa que se relaciona, por ejemplo, con la pasión del educador. Esta conversación, tanto en el sentido educativo como en el social, ¿cómo podemos regenerarla después de la vivencia del confinamiento?
Alguien puede pensar que la conversación está bien para ámbitos clínicos, pero no en los educativos. La Fundación Jaume Bofill realizó un metaanálisis, que dirigió Miguel Ángel Alegre, sobre bastantes proyectos que se hicieron en países anglosajones para tratar problemas de conducta y de violencia, que llegó a la conclusión de que, de los miles de programas que fueron analizando, los que producían efectos positivos eran aquéllos que fomentaban la conversación en grupos pequeños. No eran las grandes campañas o planes contra el bullying, por ejemplo, sino aquéllos que obligaban de manera individual a posicionarse sobre el acoso escolar o sobre una violencia determinada, y le daban la palabra y le comprometían. En el ámbito educativo, la conversación tiene muchos desarrollos posibles y, además, está avalado por muchas evidencias positivas.
Esta conversación no tiene que ser excesivamente dirigida. No son charlas ni sermones. Deben orientarse a que el otro se confronte y se haga cargo de lo que dice y de lo que hace. Que no hable por boca de otros. Es mi experiencia en temas como el acoso escolar. Favorecer que se pongan en el lugar del acosado, y se den cuenta de la importancia de su posición frente a eso, aunque no fueran los acosadores, pero sí eran los testigos.
La conversación es un elemento fundamental en el ámbito educativo. Recuperarla y reemprenderla quiere decir perder el miedo al efecto sorpresa que tiene la conversación. A la gente nos cuesta hablar. Por ejemplo, algún joven me ha expresado sus dificultades para hacerlo en directo con su novia por miedo a equivocarse, pero es en estas situaciones de riesgo donde el compromiso es más fuerte. No hay otra vía.
La conversación necesita también su gimnasia. ¿Qué ocurre cuando no hay conversaciones en la escuela y en la familia, y tampoco las sabemos llevar con fluidez en los entornos sociales o en las redes digitales?
Conocí un estudio, del que no he podido encontrar la referencia exacta, sobre factores claves en el éxito escolar, que concluía que el más relevante era comer juntos en familia sin la presencia de pantallas. Y lo ponía por encima del nivel de estudios de los padres, de tener ordenador o una habitación propia en casa. El estudio señalaba la importancia de esas conversaciones, en las que se acababa favoreciendo hablar sobre la vida cotidiana, y propicia el testimonio de los padres sobre cómo ellos atravesaron dificultades que suelen ser muy parecidas. Esto es lo que da herramientas a los hijos para abordarlas, sin necesidad de que tomen la misma solución. Pero sí dimensiona la gravedad de muchos problemas. En este sentido, y como tú dices, es muy importante que esas conversaciones se entrenen. Se lo repito muchas veces a los padres. Y, para esto, les recomiendo que preserven espacios sin pantallas, especialmente, las comidas. En nuestra cultura, la gran mayoría de cosas pasan comiendo: es donde se hacen los negocios, se arreglan guerras o se celebran bodas. Yo creo que la escuela debería se un poco más proactiva en entrenar la conversación.
No quisiera pasar por alto, los signos recientes de malestar en jóvenes y no tan jóvenes, que se han mostrado en actitudes violentas, y en cómo está afectando a los niños, especialmente de 3 a 6 años, la presencia de las mascarillas y el relato de las medidas de seguridad sanitarias en la escuela, en los dos últimos años.
La pandemia no nos ha traído un aumento exponencial de los trastornos mentales, sino una desorientación general sobre muchas cosas de la vida cotidiana. Lo que ha habido son procesos reactivos a ese momento de dificultad, de crisis y de disrupción. Algunas personas han padecido un trastorno mental, pero, para la mayoría ha sido un malestar psíquico agravado, que no tiene menor sufrimiento, pero que hay que diferenciarlo porque requieren tratamientos diferentes.
Los niños son un reflejo muy sensible del miedo que ven y escuchan en los adultos. Los niños procesan el miedo que han escuchado en la televisión o en su casa, y lo convierten en un axioma más radical, que se puede reflejar en los terrores nocturnos. En la adolescencia es diferente. Es donde más observamos ese malestar psíquico por las restricciones sufridas y la falta de contacto permanente, que sienten como una gran necesidad. Y se encuentran que tienen que atravesar solos ese túnel de la pubertad del que hablaba Freud. Cuando se encuentran demasiado solos consigo mismos es cuando tienen problemas. Los grupos sirven para tratar de encontrar juntos una respuesta o una salida a ese túnel. La pandemia los ha encerrado un poco más y de ahí que encontremos muchos más síntomas, como son las tentativas de suicidio, autolesiones, conducta alimentaria, insomnio, aumento del consumo de hipnosedantes especialmente en chicas… Se trata de fenómenos reactivos ligados a la distancia que te aleja del otro como un elemento de referencia.
La clave no está en medicalizar a todos estos adolescentes. Creo que sería un error. Tenemos que responder con este nuevo valor de la presencia, e ir encontrando nuevas formas, que impliquen esa conversación de la que hemos estado hablando, y que recuperemos la interlocución que rompa la soledad. Algunas propuestas no son muy alentadoras. Por ejemplo, el Metaverso, que se trata de una burbuja que crea una ilusión feliz y maravillosa, pero no creo que sea lo más interesante para romper ese aislamiento. El converso es más interesante que el metaverso.
El esfuerzo que tenemos que hacer en la escuela, y también en la vida social, es promover nuevas formas de presencia como oportunidad para el vínculo. Hay muchos indicios que no apuntan en esta dirección, y que indican que la relación on line va a tomar un papel preponderante en ámbitos decisivos como la educación, la sanidad, la terapia, y en otros muchos, como la propia política, por ese efecto de lo fácil o de la apariencia de que llega para todos, desconociendo que hay aspectos que no se pueden tramitar sin la presencia de los cuerpos. En educación, he oído hablar de la educación off line, como si lo normal fuera la on line. Las mutuas de sanidad nos hablan de que su ambición es que el 90 % de las consultas médicas se realicen on line. Pero, por otro lado, estamos viviendo síntomas de burnout en el teletrabajo.
Todo esto debe hacernos dar cuenta del valor de la presencia, y que debemos esforzarnos en ligarla a la atención y al deseo. En la escuela y la familia es especialmente importante. Algo positivo que trajo la pandemia es que detuvimos el frenesí por hacer cosas, que es aplicable a todos los ámbitos de nuestras vidas, y el valor de recuperar los vínculos. Aquí debemos poner el foco de nuestros esfuerzos.
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