Psicólogo, educador y periodista. Especialista e investigador en el mundo de la adolescencia y juventud, con especial incidencia en sus dificultades sociales, y en las transiciones adolescentes. Ha sido profesor de universidad y ha asesorado a numerosas instancias de la administración pública e instituciones educativas. Su experiencia profesional comenzó en el trabajo directo en la calle. Ha sido impulsor de la renovación pedagógico y de cambios en las metodologías de la psico-socio-pedagogía. También ha sido Adjunto del Síndic de Gregues (defensor del pueblo en Cataluña) para la defensa de los derechos de la infancia y secretariado de familias. Muy conocido por ser autor de varios libros y de numerosos artículos y colaboraciones en diarios y revistas especializadas y divulgativas.
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(Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Jaume Funes)
Al tener edad y vida profesional, uno piensa que miró la vida de una manera y ahora la ve de otra, a no ser que sea una especie de cascarrabias que dice que lo de antes siempre era mejor. A finales de los años setenta del siglo pasado, cuando empecé a trabajar con adolescentes, fundamentalmente en la calle, pensé que la idea principal era mirarlos de una manera que no fuera la de los psicólogos clásicos de los trastornos mentales, con los que yo había aprendido. Acabé formulando una tesis, que recogí en mi libro “La nueva delincuencia infantil y juvenil” (Ed. 62, 1981), en el que me preguntaba qué les pasa a estos adolescentes, que no tuvieron adolescencia, y ahora están obligados a ella. Y formulaba la teoría de “los vacíos educativos”. Una buena parte de la marginación se produce por la existencia de “estos vacíos”, al no haber tenido en su momento las claves educativas, porque sus padres no los pudieron educar y la escuela tampoco. Y lo que les pasas es que no acaban de entender el mundo, ya sea en la puerta del mercado, en la calle, cuando roban un coche o cuando tienen dificultades.
Esa tesis fue nuclear en mi pensamiento, y encerraba otra de mayor profundidad que defendía la necesidad de no poner etiquetas a los jóvenes para que intentáramos descubrir cómo los estamos mirando. Este planteamiento se acabó convirtiendo en una tesis doctoral que nunca defendí, pero que acabé escribiendo treinta años después, centrándome en la importancia de la mirada. El mundo de los adolescentes, más allá de no poder entenderlo basándonos en etiquetas, se explica por las miradas adultas. Así, que lo que debemos hacer es una construcción de las miradas para leer su mundo, asociada a la pregunta de para qué los queremos mirar. En el fondo, la lógica explicativa de la adolescencia tiene que ver con la pregunta ¿qué hacemos con los adolescentes?
En estos casi cuarenta años, me planteo una modificación sobre aquella tesis de la mirada, que me ha llevado a preguntarme qué debemos hacer, en un tiempo en que todos están obligados a ser adolescentes y en un mundo que cambia a tanta velocidad. Es una cuestión que desconcierta a los adultos y a los profesionales que trabajamos con ellos. Por eso, mi reflexión y mi último libro sigue alrededor de los contrastes que nos rodean. Por ejemplo, ¿qué hacemos cuando esos adolescentes están en edad de aprender a dar abrazos y lo que les rodea es el mundo “porno” o una idea de felicidad alrededor del alcohol o de otras sustancias?
Por todo esto, mi tesis sobre la mirada comienza por reconocer, de entrada, que estamos delante de adolescentes, personajes provisionales con unos bagajes vitales, pero también con rémoras en su evolución. Personajes que son una cosa ahora y vete tú a saber lo que serán después. Son adolescentes que quieren ser mirados desde su propia realidad. Por eso he escrito que “comprender al adolescente no es inventarse ni justificar al adolescente”, y entender que todos cambiamos y que debemos construir una realidad, primero desde la proximidad, antes que describir sus problemas. Construyamos la mirada y después discutamos qué necesitan o dónde están las dificultades. Este sería, por ahora, el final de la evolución de mi pensamiento en estos cuarenta años de mirada a las adolescencias.
Esta evolución la recoges muy bien en una expresión que utilizas a menudo, que se refiere al uso de los 5 verbos que nos pueden ayudar a entender las adolescencias: mirar, ver, observar, escuchar y preguntar.
Yo siempre quería hablar de las adolescencias “no complicadas”, pero mi trabajo siempre ha sido con las adolescencias “complicadas”. Y por esto he querido huir de la obsesión por la aplicación de manuales, que han tenido algunos de mis colegas. A cualquier adolescente que le apliques un sistema de clasificación de trastornos mentales “está para encerrarlo”. Por eso, esta necesidad de profesionales que los miren de otra manera. Hace unas semanas, un profesor de la universidad de Lima me invitó a charlar con sus alumnos, a los que había hecho leer un libro mío de hace unos años, “Nueve ideas claves. Educar en la adolescencia”(Graó, 2014), y me resultó muy gratificante, y confirmación de mi tesis, oírlos decir que ojalá en su adolescencia alguien los hubiera mirado de esta manera. Se trata de miradas no hostiles, que no avancen preocupaciones antes de que haya pasado algo.
Si lo aplicamos al alumnado de la escuela, también podríamos decir “ojalá yo mismo me hubiera mirado así”, en el sentido de que mis profesores me hubieran ayudado a entenderme, como si de un efecto espejo se tratara, y hubiera sido capaz de conocerme mejor.
Que quiere decir “ojalá hubieran construido la oportunidad de que yo me pudiera mirar”. En este tiempo de pandemia, con espacios y horarios no habituales, ha surgido de nuevo la pregunta ¿cómo les ayudamos a mirarse? Entre conexión y conexión, ha sido bueno pararse a pensar cómo se sienten, más allá de las respuestas tópicas de “estoy rayado” o “estoy agobiado”. Dime algo más. Debemos ahondar más en sus estados anímicos porque la necesidad de comprenderse y de saber lo que les pasa es muy real. Y para eso, necesitan adultos que les permitan mirarse.
Has escrito y repetido en varias ocasiones que “toda novedad social, al caer en manos de los adolescentes, se convierte en una emergencia adulta”. Parece el resultado de nuestra contradicción como adultos, que ya pasamos por la adolescencia, pero todo lo vemos ahora con alarmismo.
Probablemente tiene que ver con las amenazas que sentimos los adultos por la convicción de que ser adulto significa alcanzar el equilibrio. Nosotros lo conseguimos normalmente con la construcción interna de andamiajes, que nos permiten ir tirando. Pero, la realidad, es que nos sentimos también inseguros, y echamos mano de algunas muletas de tipo ideológico y cultural con las que nos sentimos más seguros. El problema es que cuando convivimos con adolescentes, ponen permanentemente en cuestión nuestras certezas. Recientemente he escrito, en mi columna de opinión para el diario “Ara”, una frase en la que me pregunto ¿cómo vamos los adultos a acostumbrarnos a la “inseguridad estable”, que, paradójicamente, es una sensación propia de la adolescencia?
La cuestión que aparece constantemente en la mirada que los adolescentes tienen de nosotros es el desafío a que les guste aquello que nos provoca miedo, olvidando que nosotros también lo fuimos y hemos llegado a ser unos adultos razonables.
El problema es que a menudo la respuesta de los padres, madres y docentes, ante la necesidad de sentarse pausadamente a hablar, es “no tengo tiempo”, ya sea por la ajetreada vida laboral o por la urgencia de acabar el currículum, según sea la situación en casa o en la escuela. ¿Cómo podemos resolver esta contradicción?
En estos tiempos atribulados, en los que escribimos más que la capacidad que tenemos para generar nuevas respuestas, o en las que parece que estamos atrapados en todo tipo de protocolos, repito esta idea que planteas: lo primero que los docentes y familias deberíamos reclamarnos es tiempo para mirar y escuchar. Es muy valioso el tiempo que dedicamos a acoger las emociones de sus estados de ánimo, desde una mirada personal y singularizada, y ayudarles a que entiendan que, a pesar de toda la situación difícil que estamos viviendo, es importante aprender los quebrados, por ejemplo. Todo esto es mucho más importante que el tiempo que tengamos que destinar después a recuperar las ganas de aprender o de leer. Podemos hacer algo para evitar llegar a este después del que cuesta más recuperarse. Lo curioso es que el tiempo de calma para mirar se vive como un tiempo no educativo. Parece que lo perdemos cuando no hacemos algo. Me gusta pensar que haya personas que han encontrado, siquiera en el índice de algún libro mío, un tiempo de reflexión para caer en la cuenta de que el hijo o hija adolescente que tienen en casa, no es tan raro. La principal herramienta que tenemos los educadores es estar allí donde están los adolescentes.
Me resulta muy sugerente esta idea de “estar para mirar y observar”, en silencio, pero acompañando. Me gustaría relacionarlo con la necesidad que tenemos en las escuelas de pararnos a reflexionar y a proponer nuevos diseños pedagógicos, en estos tiempos de estrés por el cumplimiento de las medidas de seguridad sanitaria. Me parece que también domina la idea de que solo resultamos útiles cuando hacemos cosas, pero no cuando reservamos tiempo para la reflexión de lo que debemos hacer.
Estamos en un tiempo de gran incertidumbre, ¡ni siquiera sabemos si mañana podremos salir de casa! En este momento en que debemos cruzar tantas variables, aun se hace más valiosa la capacidad de trabajar en equipo en la escuela. Hay docentes de todo tipo, con sus peculiaridades y vivencias personales, que deben sumar sus capacidades y cada una de sus miradas personales para acoger y entender a los niños, niñas y adolescentes que cada día llegan a la escuela. Lo importante es que puedan sumar su perspectiva desde su personalidad y visión de la disciplina que enseñan, y decidir una síntesis para actuar. “Perder tiempo” para esto es hoy mucho más importante que nunca.
A menudo, hablas del valor que debemos dar a las “transiciones” entre las etapas vitales y también entre las etapas escolares, y actuar en el proceso sin esperar al final de cada período.
Las transiciones acaban siendo una preocupación profesional y vital porque en las simas que se producen, vamos perdiendo muchos adolescentes y niños. Se cayeron allí porque no había un puente que les permitiera pasar de un lugar a otro, y evitara que cayeran en el foso que se había creado, ya sea en forma de título no conseguido o de aprendizajes no consolidados. Es una realidad que depende de nuestra construcción social, que a menudo no tiene en cuenta que los chicos y chicas tienen diferentes ritmos y situaciones vitales. Pensemos, por ejemplo, en aquellos que abandonan y que sus padres se plantean quién les va a ayudar si ya no tienen escuela. Fijémonos que después de la edad infantil, las etapas posteriores son construcciones sociales que hemos elaborado, en función de criterios laborales muy a menudo. La pregunta no debería ser, entonces, cuántos alumnos no pasan la Secundaria, sino qué esperamos de ellos y de ellas cuando se vayan de la escuela. La pregunta debería ser cómo conectarán su situación al llegar al final de la etapa con la siguiente, pensando en su evolución vital y para que sigan progresando. Muchos adultos venimos de experiencias de otra época de transiciones vitales muy esquemáticas: la escuela, el mundo del trabajo, el servicio militar, casarse… pero ahora todo es muy distinto y nos encontramos con transiciones que corren el riesgo de alargar la etapa anterior, y que se encuentren que no hay nada después, con el peligro, por ejemplo, de quedarse en una eterna adolescencia. Por eso, suelo decir a los padres y madres que se preocupan por la adolescencia de su hijo o hija, que también se preocupen por imaginar qué joven esperan que sea, y le ayuden y acompañen antes en las decisiones que va tomando. Se trata de estar con ellos y ellas sabiendo que decidir es equivocarse, pero evitando que se pierdan en esas transiciones.
Está suficientemente diagnosticada la deficiencia de la orientación de estudios y de perspectivas vitales en la Secundaria, especialmente. En tu último libro, das algunas pistas de cómo debería ser esta orientación, y te cuestionas si realmente está considerada una prioridad en la escuela. ¿Qué deberíamos hacer?
En 1984, escribí un texto sobre este asunto para un municipio, ubicado en la periferia de Barcelona, titulado “Después de la EGB, ¿qué?” (EGB: Enseñanza General Básica, que iba de los 6 a los 14 años). Y recientemente, he colaborado en una investigación en la comarca de Osona (norte de Cataluña), en la que aparentemente se gradúan más alumnos, pero resulta que luego “desaparecen rápidamente de la circulación”. Hay, pues, una pérdida notable de estudiantes en la etapa siguiente, ya sea en estudios o en incorporación al mundo laboral. Entre estas dos realidades y los años que han pasado, voy afirmando mi convicción de que, más allá de la preocupación natural de las familias y de los alumnos por el camino que tomarán, existen dos dificultades singulares.
Una es de carácter profesional, por la tendencia que se ha ido consolidando a entender la orientación como un intento de reconducir la historia del adolescente con una serie de pruebas técnicas. Los profesionales deberían entender la provisionalidad y variabilidad de estos métodos. Y darse cuenta de que orientar es facilitar y acompañar al adolescente para que, poco a poco, vaya contrastando lo que va viviendo y, así, analice su poso. La provisionalidad propia de la etapa adolescente, hoy más que nunca, no puede ser atendida por una orientación rígida.
La segunda dificultad es que la orientación debería construirse sobre figuras reconocidas por los adolescentes, antes de que llegue el momento de tener que decidir o de la crisis que a menudo supone la decisión. Lo importante es que exista un referente previo y reconocible, sea del tipo que sea: un servicio municipal, o los propios profesores de referencia (tutores).
Se trata de una orientación que nos vaya haciendo competentes en el conocimiento propio para saber cómo aprendemos o cuáles son nuestros intereses. Tú eres un defensor de los aprendizajes competenciales, aunque a menudo huyes de utilizar esta expresión, y hablas de la importancia deaprender para ser capaces de hacer algo con lo aprendido, y de evaluar “por lo que pueden hacer con lo que saben”.
Ya que estamos en este juego del “antes” y “después”, y para que se entienda mi visión sobre lo competencial y mi voluntad de huir de las etiquetas, te contestaré con una anécdota que me sucedió en una de mis primeras experiencias laborales, cuando ejercía de psicólogo laboral en la selección de candidatos para una gran empresa multinacional. Debíamos escoger personas para el puesto de secretaria de dirección, y se presentaban con el título de bachillerato internacional o el ordinario. Lo que nos orientaba la decisión era la valoración de lo que entonces denominábamos “inteligencia social”, o sea la habilidad para saber manejarse en una determinada situación. Era una característica que muchas veces se asociaba a la clase social de la que provenían, pero también a lo que habían aprendido. Por ejemplo, una cosa era saber taquigrafía, y otra, más valiosa, era la capacidad de interpretar lo que el “jefe” le pedía y que implicaba la toma de decisiones y de iniciativa personal. Si entonces era relevante, pensemos en lo que significa hoy en un mundo tan cambiante, en el cual lo que hoy necesito, mañana puede no ser lo mismo. ¿Qué es una competencia? Es tan simple como la capacidad de saber desarrollarme y de resolver o dar respuesta a problemas complejos. Es tan importante como adquirir la capacidad de desenvolverme no solo en el terreno laboral, sino también en el personal, que resulta cada vez más complejo. Por ejemplo, ¿cómo soy competente para enamorarme, cuando lo que me proponen mis amigos es el “poliamor” o la “relación abierta”? ¿Cómo les ayudamos a que incorporen todo lo que van aprendiendo y viviendo? Aunque sepamos que también nosotros aprendimos, dejando de lado cosas que nos enseñaron y aprendimos otras que nos han ayudado a seguir aprendiendo. ¿Cómo colocamos la idea de las competencias, en un contexto en que algunos de nuestros colegas no se sienten bien cuando su alumno ha descubierto una maravillosa forma de expresarse, incluso poéticamente, pero no está utilizando todas las estructuras gramaticales que le ha enseñando? Se expresa muy bien, pero no sabe qué es la subordinada de relativo. Ahí ya la hemos liado.
A los docentes nos falta a veces la visión a largo plazo de los aprendizajes que hemos enseñado que, a menudo, no emergen hasta años después de haber acabado la escuela.
Esto es lo que nos pasa, por ejemplo, con el objetivo de que adquieran pasión por la lectura. Debemos preguntarnos qué es lo que intentamos cuando pretendemos inculcar esa pasión. Todavía algunos de nuestros colegas vienen a decir que leer solo es ponerse delante de un libro en papel y hacerlo en soledad y en silencio. ¡Hombre! Y ¿qué ocurre con todos esos libros que obligamos a leer, y que a menudo muchos estudiantes no leen, y acuden a una aplicación en la que encuentran el resumen de todos los libros posibles? Si un docente consigue que su alumno escuche un capítulo de un audiolibro de una novela ¡habrá leído! Si has conseguido que le interese saber que hay alguien que leyó el mundo de otra manera, y has logrado que conecte y que en algún momento tenga interés en la lectura, en el formato que sea, ya estás en el camino del objetivo que te habías planteado.
En tu último libro, propones una cierta clasificación de perfiles de estudiantes, y pareces atribuir a las chicas estudiosas una actitud conformista y acrítica.
A veces hablamos de lo que no sabemos y no de todas las cosas somos expertos, pero esta reflexión la hice de manera muy consciente porque me planteo el por qué hacemos tan hiperresponsables a las chicas, y por qué abunda la figura del “buen adolescente” entre las chicas. No se puede explicar biológicamente, ni tampoco sería suficiente razón achacarlo a que maduran más rápidamente que los chicos. Me lo planteo porque ser una buena estudiante, en este sentido, tiene costes vitales. Las escuelas que segregan por sexos defienden que las chicas funcionan mejor si no las distorsionan los chicos, pero yo me pregunto por qué no las han de distorsionar, cuando es un camino de formación para la vida ordinaria. Desde mi punto de vista, supone una presión añadida y nos les damos las herramientas necesarias para rebelarse, cayendo en algunos casos en una hiperadaptación. Me cuestiono esta tendencia a llevarlas a una educación muy centrada en el orden y la adaptación. Muchas de estas chicas lo compensan por las familias que tienen detrás y por sus propias inteligencias múltiples, pero no todas tienen esta posibilidad. En todo caso, siempre es una compensación que no sería necesaria si no tuviéramos estos marcos mentales de entrada.
Pensando en la educación tanto en familia como en la escuela, has señalado varias veces que “comprender” no quiere decir “justificar”, ni quedarse impasible.
Vuelvo a mi tesis inicial: comprender no es más que mirar de una determinada manera, con ganas de descubrir lo que hay detrás de las personas. Yo nunca he sido un contemplativo de lo que es la adolescencia. Siempre he querido resultar útil. Lo que no voy a hacer es decirle a un joven que los porros, el hachís o la maría son malas. Pero sí le voy a decir que no me gusta que seas un “porrero” y que la vida te la puedes alegrar de otra manera, y que con eso te “estás rayando”. Mi actitud es que entienda que no me gustaría que su vida estuviera marcada por ese tipo de conductas. O, ante la actitud de un chico o de una chica de “ir cazando” para hacer el amor, que se plantee la libertad y los deseos del otro o de la otra. Lo que debo preguntarme es de dónde salen estas actitudes, si las han visto en una serie o las han aprendido en el grupo. Se trata de tener una actitud de búsqueda para descubrir por qué hacen lo que hacen. Mi reto es saber para intentar que “funcionen” de otra manera, cuando sea necesario.
Lo que es clave en la aproximación al mundo de los adolescentes, igual que a cualquier persona en general, es estar dispuesto a acompañar. Cuando tú miras, la otra persona se siente mirada, y aparece el compromiso de estar disponible cuando lo necesite. Por tanto, no miremos si no estamos dispuestos a acompañar. La mirada es lo que hace que el adolescente se sienta mirado, pueda sentirse comprendido y, a veces, desee ser acompañando.
Me pareció muy interesante la entrevista a Jaume Funes. Me quedé pensando mucho en el concepto y el poder de la mirada, como con la mirada validamos al otro, le damos existencia pero luego no podemos, o es contraproducente, luego ignorar a dicha persona. Es más perjudicial aun cuando se trata de un/una adolescente que están en una lucha interna forjando su propia identidad.
Justamente me parece importante quedarme que la idea de identidad que van construyendo los y las adolescentes, la cual muchas veces l@s adult@s no acompañamos en ese proceso, y ell@s lo notan, pero pienso que también hay que resaltar que esos niñ@s luego cuando son adult@s es como se olvidaran y son ellos lo que no miran o cuando lo hacen, no lo hacen de una forma empática, lo hacen como personas grandes que pareciera que no hayan pasado por dicha franja etárea.
También me lleva a pensar que no nacemos sabiendo ser padres y madres, que quizás cuando hablamos de educación también tendríamos que tener en cuenta que es necesario educar a los que van a cumplir o ya cumple el rol de maternidad y paternidad.