Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y en Geografía e Historia por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Afirma que le interesa el impacto de la transformación social en la educación y de la educación en la transformación de la sociedad, así como el cambio, la mejora y la innovación educativa; la cultura organizacional; y el conocimiento abierto. Le gusta trabajar en proyectos transformadores. Trabaja como profesional independiente en el ámbito educativo y es presidente de la Asociación Educación Abierta. Escribe sobre educación en el blog co.labora.red. Y lo más importante, es el padre de Lucas y Luna.
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(Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin resaltar, a Carlos Magro)
Antes pensaba que el cambio educativo se podía regular, que bastaba con generar una buena norma y una legislación que incluyera el modelo de escuela que queríamos promover. Ahora pienso que el cambio no se puede imponer, y que nunca va a venir desde lo normativo.
Cuando trabajaba en la administración, creía que el impulso venía desde ella. Después de mucho tiempo de observar experiencias de escuelas, de reflexionar sobre el cambio y de muchas conversaciones con docentes, estoy convencido que el cambio debe ser compartido en su definición y colaborativo en su construcción. La escuela se cambia desde dentro si se crean buenas condiciones desde fuera.
¿Cuál es tu imaginario de lo que significa el cambio?
El cambio lo asocio cada vez más a mejoras, y que sean muy concretas. A veces es una palabra vacía, y debemos preguntar hacia dónde y para qué impulsamos el cambio. Nuestros colegas Michael Fullan y Andy Hargreaves nos han advertido de que no todos los cambios producen una mejora. Creo que se requiere una reflexión profunda previa para decidir si tenemos que cambiar, por qué tenemos que cambiar, qué queremos cambiar, a quién queremos favorecer con ese cambio, y con quién vamos a hacerlo.
En mi caso, el marco mental que he modificado, y que venía de una mirada muy tecnocrática, es relacionar el cambio con el contexto, que el cambio responda a mejoras en las condiciones de vida y de escolaridad, y que responda a las condiciones concretas de un territorio, de unos estudiantes, de unas familias…
Vinculas el cambio a una buena lectura del entorno y del contexto, y a la influencia que éstos pueden ejercer en la escuela que necesitamos.
La palabra cambio es hoy un mantra, como lo es también la palabra innovación, que cada vez uso menos. Esta es otra de las mudanzas que he experimentado. Es necesario problematizar la palabra innovación. En todo caso, llamémosle cambio o innovación, siempre debe suponer un diálogo con la tradición y con los valores de la propia institución y de sus personas. Pensar en el futuro requiere ser generosos con el pasado, y ser muy plurales con el presente. Necesitamos un futuro educativo en el que quepamos todos. No tiene sentido pensar los cambios de manera abstracta, como si pudieras trasplantar la escuela desde un contexto a otro.
¿Hasta qué punto te parece que el sistema educativo puede cambiar desde dentro? ¿Hasta qué punto, la influencia exterior le ayuda o le perjudica?
El sistema educativo tiene que cambiar desde dentro, pero no puede hacerlo solo desde dentro. Creo que la investigación y la observación de la práctica de los últimos treinta años así lo demuestran. La situación que estamos viviendo con la cuarentena todavía lo visibiliza mucho más. Los sistemas educativos acarrean muchas problemáticas que no son estrictamente educativas. Las escuelas, las prácticas docentes, los resultados académicos de los estudiantes están atravesados por desigualdades, que no son educativas en su origen. Tienen que ver con el capital social, cultural, económico, con las condiciones de vida…
Por lo tanto, cualquier pretensión de encontrar soluciones válidas para todos a través de legislaciones sofisticadas, por muy buenas que sean, es una utopía en el mal sentido de la palabra. No hay posibilidad de cambio, si no atiendo bien al contexto. La educación se cambia desde dentro, con la labor de los docentes, de los equipos directivos y de las comunidades bien estructuradas. Para conseguirlo, también necesitamos modificaciones en el entorno, no solo legislativas, sino también sociales. Es el caso de la vuelta al curso en septiembre. Debemos pensar en la escuela y sus recursos, pero también en la situación de los hogares, y de las inseguridades que rodean a los estudiantes y familias. Compensar las desigualdades comporta inversiones en los centros, impulsar cambios en la formación de los docentes y en el currículum; y también inversiones sociales. Imagino que esto será posible si conseguimos una mayor coordinación entre organizaciones y administraciones, especialmente un mayor involucramiento del ámbito local. Y que todas ellas aporten conocimiento desde cada uno de sus ámbitos de actuación.
Axel Rivas, en su último libro “¿Quién gobernará el futuro de la educación?”, nos invita a ser más conscientes de la importancia de establecer alianzas con el sector tecnológico para influir en los modelos pedagógicos. Y propone pasar de la lógica del currículum a la lógica de la plataforma. La cuestión es evolucionar el ecosistema del aprendizaje en la escuela, como ocurrió después de la aparición de la imprenta.
Cuando no hay liderazgo, siempre hay alguien que lo toma. Ahora, nos está faltando liderazgo educativo en el ámbito tecnológico, aunque no solo. Cuando no hay un relato de lo público construido entre todos, otros lo crean. Y esto supone un gran riesgo. Axel Rivas nos propone una apuesta valiente, pero lo que tenemos ahora son medidas muy timoratas, porque tratamos de contentar a todos. En el ámbito de la tecnología, ha sido así. En los últimos veinte años, no se ha hecho una apuesta valiente de lo que significa incorporar la tecnología al ámbito educativo, a pesar de que llevamos décadas hablando de tecnología y de la oportunidad que representa para la educación. Ya pasó con el cine, la televisión y la radio. El problema es que nadie se lo planteaba en serio. La cuestión ahora es que, al contrario de los ejemplos anteriores, internet ha cambiado el paradigma. La tecnología no es un conjunto de herramientas, sino que configura otro ecosistema, que abarca todos los ámbitos de la vida, y en la que se viven las relaciones, entre ellas la educativa. La relación educativa tiene sentido no por ser transmisora de contenidos, ni siquiera por la elección de contenidos relevantes que los países hacen en el currículum. La educación es, sobre todo, la creación de contextos relacionales entre personas. Y este ecosistema está fuertemente mediado por la tecnología. Aquí es donde encuentro a faltar más reflexión y liderazgo.
Hace unos meses, pude visitar en Madrid la exposición “La Nueva Educación”, conmemorativa del centenario del Instituto-Escuela, y también leer la magnífica publicación editada por la Fundación Giner de los Ríos. Una vez más, me impactó la similitud de los planteamientos y de muchas prácticas de aquella “nueva escuela”, con los que se hacen en muchas experiencias de cambio en la actualidad. Y, hablando de tecnología, me gustaría hacer una referencia al uso que se hacía de la imprenta. Era una herramienta nueva para la escuela, utilizada para que los estudiantes crearan, después de procesos de observación, exploración y colaboración entre ellos. Me parece que es un ejemplo que podría inspirarnos en el uso de la actual tecnología. Especialmente, para inspirarnos en procesos de aprendizaje que no sean reiterativos o de repetición mecánica. Y que se alejen del uso inicial que se dio al powerpoint o a la pizarra digital.
Estoy de acuerdo plenamente contigo en la coincidencia de aquel lenguaje con el actual. Y me reafirma en la idea de que la innovación que hagamos la debemos dialogar con los “mayores”, o sea, con la larga tradición de los últimos 130 años. La “escuela nueva” era contemporánea de toda la innovación europea y norteamericana del momento (Montessori, Dewey, Freinet…) y resonaba con sus planteamientos. Y todo esto es muy positivo. Pero también me gustaría alertar del peligro de lo que algunos llaman el “escolanovismo de mercado”, consistente en utilizar el mismo lenguaje y las mismas palabras, especialmente por algunas organizaciones y empresas, sin asumir los mismos valores que estaban detrás de aquella idea de laboratorio educativo, y de los principios democráticos que la animaban.
Muchas prácticas de aquella época consistían en el uso de una tecnología “vieja” como la imprenta, para generar el periódico de aula, como había impulsado Freinet. Tuvo un gran recorrido en las escuelas, y lo podemos relacionar con el uso actual de los blogs, por ejemplo, como instrumento de creación, de reflexión y de comunicación externa de los alumnos. Y también con otras tecnologías de implantación más reciente como las impresoras 3D, el movimiento maker o la robótica. Son instrumentos para construir conocimiento desde lo común, y no solo para consumirlo individualmente.
La cuestión central es que, cuando caemos en posiciones binarias simplistas o en acentuar paradojas aparentemente irresolubles, estamos ocultando la complejidad real, que es propia de cualquier acto educativo. El cambio no solo requiere de un buen análisis de contexto, sino que también debe tener en cuenta la complejidad que conlleva. Y esto nos reclama tiempo que es, muchas veces, lo que exigimos en educación. Nos falta tiempo cuando. Es el caso del tiempo de la pandemia, en que debemos pensar en la reapertura de las escuelas y en el planteamiento del curso próximo. Nos falta tiempo y calma para aportar soluciones que no sean simplistas.
Me gustaría recordar que fueron los maestros y las maestras del siglo XX los que mudaron el propósito de la escuela, desde los planteamientos propios de los poderes del estado a la visión de una educación integral, orientada al crecimiento del alumno. Lo que, en la concepción de Paulo Freire, es una educación liberadora. Aquellos maestros y maestras impulsaron un cambio desde abajo. En la renovación pedagógica que estamos conociendo en los últimos veinte años, también estamos viviendo una acción impulsada desde los centros, que después necesita reflejarse en normas y legislación oficiales.
La escuela más cercana, la de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se basaba en una alfabetización básica, de primeras letras, para garantizar una formación mínima de la población. En el caso español, es así hasta la ley general de educación de 1970, que impulsó el ministro Villar Palasí. Lo mismo ocurrió en muchos países latinoamericanos. Por un lado, se impulsaron leyes, que plantearon objetivos de formación integral, inspirados, por ejemplo, en documentos como el informe Faure de UNESCO (1973). Y, por otro lado, se acuñó el término “capital humano” para definir uno de los objetivos básicos de la educación universal. Es una dicotomía que comporta tensión entre dos visiones. Una, orientada a la formación integral. Y otra, que perseguía la formación de las personas para que aportaran valor al sistema productivo, en un momento de grandes transformaciones de las economías de los estados.
Debajo de los debates de la superestructura, tenemos la realidad cotidiana de las escuelas, en las que conviven las diversas culturas de los docentes. Un ejemplo es el de la escuela rural, en la que el maestro o la maestra capacita en la alfabetización básica, al tiempo que entiende el conocimiento como una herramienta para comprender el mundo y sus diferentes lenguajes, con el objetivo posterior de transformarlo. Es una concepción integral de la educación. Al mismo tiempo, existe una cultura profesional que ha seguido entendiendo la educación como una provisión de lenguajes específicos y especializados, alejándose de la visión integral.
Cuando se producen los movimientos de cambio de abajo a arriba, todas estas culturas y visiones diferentes actúan presionando el sistema y la dirección que pueden tomar las iniciativas legislativas.
Desde mi experiencia como profesor de Literatura, he echado en falta una mayor consideración en la escuela de los otros lenguajes no textuales, como la plástica, la música, el audiovisual o la expresión corporal. La lectura es, sin duda, un instrumento esencial de acceso al conocimiento, pero muchos de nuestros alumnos llegan a ella a través de otros lenguajes, o no llegan a ella porque la rechazan, y tienen, en cambio, mejores aptitudes para esos otros lenguajes, como la música, en especial.
La gran paradoja es que la virtud de la escuela, que es suspender el orden natural de las cosas, tanto el de la familia como el de su contexto habitual, así como el de los lenguajes y disciplinas, porque se aleja del sentido utilitario de los aprendizajes, se convierte a veces, en motivo de queja, porque hacemos tan especial lo que pasa dentro y suspendemos tanto lo externo, que se olvida excesivamente lo que pasa fuera. Para miles de alumnos lo que ocurre en la escuela no tiene ningún sentido, porque no se vincula de ninguna manera con sus prácticas habituales. Necesitamos conectar esa “suspensión” con las realidades que los alumnos viven. Y esto tiene que ver con la literatura de la “justicia” curricular y las diversidades étnicas y culturales, que existen en nuestras aulas. Imaginemos qué significa esto en realidades como Brasil, Colombia o Guatemala, que tú conoces bien. Hemos de ser capaces de establecer diálogos abiertos entre esos lenguajes que nos permiten comprender el mundo de manera universal, y esas otras culturas minoritarias que, con sus saberes y culturas, también son acceso a la comprensión del mundo.
La escuela viene de una fuerte tradición, en la que ha prevalecido el lenguaje abstracto, por ejemplo, de la literatura, la física o la matemática. Y es importante porque la escuela es el espacio adecuado para adquirirlos. Pero también debemos preguntarnos cómo integrar los otros lenguajes, que tú señalas, para no caer en una postura selectiva, que expulsa a miles de estudiantes.
Hemos comenzado señalando que la escuela se mueve entre paradojas, y viendo que lo que alimenta el cambio también lo puede pervertir. La realidad actual, más allá de la pandemia, es que nos encontramos en un tiempo desconcertante por fenómenos ya señalados en muchas ocasiones (tecnología, cambio climático, migraciones…). ¿Cuál es el propósito de la educación que pueda responder a estos desafíos? ¿Qué necesitamos inocular en la escuela, al margen de cambios legislativos?
Sentido. La situación que vivimos con la pandemia tiene el efecto de un microscopio que nos permitiera ver todos los detalles del sistema, aumentado la percepción de aquellas enfermedades e inconsistencias que no habíamos abordado. Una de ellas es la necesidad de repensar el sentido de la escuela. Todas las veces que haga falta y con el máximo de voces posible. Me gusta mucho esta idea de que no se trata de inventar una nueva escuela. Creo que ninguno de los que habéis impulsado proyectos de cambio queríais destruir la escuela. La situación nos reclama pensar el sentido de la escuela y para quiénes tiene o no tiene sentido la escuela. Y hacerlo desde el plano general y desde el plano concreto de los contextos y personas. Desde sus dificultades y desde sus realidades, para que tenga sentido verdadero para todos los actores.
Los dos grandes retos que tenemos como sociedad es que la escuela nos ayude a recuperar la capacidad de diálogo entre los que no piensan igual. Asistimos a una creciente y peligrosa segregación, que la escuela puede ayudar a combatir. Y el otro gran reto es la lucha contra las desigualdades. En España y en Latinoamérica, que tú y yo conocemos bien, es una situación insostenible. No es una tarea exclusiva de la escuela, pero sí puede colaborar en aminorar sus causas. La escuela que sueño nos ha de permitir dialogar con los diferentes y reequilibrar las desigualdades de origen, con las que parten los alumnos. Cuando salen, debemos capacitarlos también para cambiar las causas que originan esas desigualdades.
En definitiva, la escuela que sueño debe recuperar el diálogo y luchar contra las desigualdades.