Licenciado y Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) de Argentina, en el Laboratorio de Memoria del Instituto de Biología Celular y Neurociencias «Dr. De Robertis». Director de la carrera Bioingeniería en el ITBA (Instituto Tecnológico de Buenos Aires). Investiga los mecanismos moleculares de la memoria y su impacto sobre el aprendizaje. Creador de las Jornadas “Educando al Cerebro”. Es autor del libro “Rec” (2014, Sudamericana). Ha publicado artículos en varias revistas científicas internacionales. Participa en diversos programas de difusión de la ciencia en medios de comunicación, y como columnista en la radio Urbana Play.
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(Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Fabricio Ballarini)
Yo antes pensaba que la investigación sobre el cerebro no estaba muy involucrada en la educación. Estaba convencido de que la educación corría aparte del conocimiento científico. Que eran dos mundos paralelos. Por un lado, creía en la importancia de la educación. Y que, por otro lado, iba la investigación científica, también muy importante para el planeta. Pero solía pensar que esos dos mundos nunca iban a generar sinergias. Ahora pienso que las dos se deben ensamblar. Que hay tanta ciencia por descubrir en el sistema educativo y tanta educación científica por comunicar en el ámbito académico… que me siento muy avergonzado de haber pensado que eran como dos autopistas que iban en paralelo o como dos islas que no se comunican.
Mi formación como biólogo, que he recibido en la universidad de Buenos Aires, me había orientado mucho a la investigación, especialmente a la básica, que se genera no tanto para solucionar problemas, sino como una finalidad en sí misma, por el gusto de investigar. Mi línea de investigación se centraba en las neuronas, en las conexiones o en sus funciones. Lo “más loco” es que estuve años investigando la memoria y el aprendizaje en ratas, y nunca la extrapolé a los humanos.
Pensaba que las conexiones neuronales no estaban vinculadas a los aprendizajes reales que yo, por ejemplo, estoy teniendo en estos momentos, o a los procesos de evocación o de estrés, o a cómo afectan las emociones. Imaginaba que esos procesos celulares solo sucedían en el cerebro, pero que ese cerebro estaba desconectado del resto de la sociedad. Eso es lo que pasa a menudo con algunas investigaciones. Que se centran en algo tan específico, que se olvida de dónde está inmerso.
Hoy me hace mucho más feliz entender que ese conocimiento muy básico que tengo de las neuronas, de cómo se comunican entre sí y de cómo se ven afectadas puede servir al ámbito educativo.
En el ámbito pedagógico, hay muchas personas que cuestionan que la neurociencia haya avanzado tanto como para que tengamos evidencias contundentes respecto de su influencia en la educación. ¿Qué ejemplos o qué investigaciones has hecho que demuestren lo contrario?
Todas las ramas de la ciencia tienen momentos de confort y aun más de incumbencias. La neurociencia no viene a reemplazar a la psicología ni a la educación, y menos a la pedagogía. La neurociencia viene a generar una mirada distinta de un mismo problema. Creo que no se trata ni siquiera de un pensamiento moderno, sino de una mirada lateral, que puede abastecer de cierto conocimiento, información y matices teóricos a la educación, pero que no viene a sustituir nada. La neurociencia necesita de todas esas ramas del saber. No es bueno establecer brechas entre personas y distintas formaciones.
En el caso del equipo de investigación al que pertenezco, lo que sucedió es que, en los últimos años y de manera casi azarosa, estuvimos investigando lo que sucedía en el cerebro de las ratas. Específicamente, cuando le enseñábamos una tarea, partíamos de la hipótesis de que en algún punto de su cerebro esas neuronas se conectaban. Y sabíamos que esa conexión duraba unos pocos minutos. Y comprobamos que esa conexión duraba más tiempo si sorprendíamos al animal. Si le enseñábamos una cosa y al rato le generábamos una sorpresa, el animal recordaba mucho más tiempo las cosas. Y lo “más loco” es que podíamos ver que esa conexión neuronal seguía inalterada. Cuanto más tiempo duraba la conexión, más tiempo permanecía el recuerdo. Eso es lo que estudiábamos: cuáles eran los neurotransmisores o cuáles las proteínas. Estábamos solo centrado en lo fisiológico.
Hasta que pensé que esa conexión entre algo que había vivido y la sorpresa con el hecho de recordarla especialmente era algo que nos pasaba a todos. Es algo lógico, porque estudiamos los roedores por su gran parecido con los humanos. Y me decidí a hacer experimentaciones parecidas con los humanos. Pero a los biólogos nos resultaba especialmente dificultoso porque no solemos experimentar con seres humanos. Nos sentíamos muy raros. Cuando experimentas con personas debes tener en cuenta factores de similitud como la edad, el lugar donde viven, las costumbres horarias, las condiciones socioeconómicas… Todo eso lo hacía más difícil. Por eso, pensamos en las escuelas. Por la alta similitud de estas características que citaba. Solo lo pensamos por una cuestión metodológica. Pero cuando abrimos esa puerta y compartimos con los docentes y los directivos nuestras ideas, se generó una gran ebullición. Nos dimos cuenta de que podíamos hacer una investigación científica en un marco educativo y con una gran participación por su parte.
Así, sin querer, comenzamos hace muchos años lo que ahora se conoce como neuroeducación. Que no es más que intentar generar conocimiento científico, corroborarlo o trasladarlo sobre temáticas que están relacionadas con el sistema educativo. Hicimos muchos experimentos para probar que una sorpresa provocaba que los alumnos recordaran algo durante más tiempo. Pero esto no viene a revolucionar la educación. Es solo una estrategia muy estudiada.
Algunas personas objetan que no podemos estar permanentemente sorprendiendo a los alumnos o alterando sus emociones con la finalidad de que recuerden las cosas. Una cosa es la memoria natural automática que utilizamos para caminar, conducir o comer, para la que no necesitamos un esfuerzo intelectual, y otra cosa es la memoria que utilizamos para recordar datos, por ejemplo, que es la que se usa en los exámenes.
Lo que nosotros hicimos fue un abordaje muy general, que no tiene en cuenta muchas cuestiones de esa complejidad que comentas. Nosotros nos fijamos en la memoria declarativa y episódica, que es la que usamos cuando una persona recuerda un hecho en particular. Son memorias que están en un lugar específico del cerebro, que se llama hipocampo. Nosotros trabajamos con este tipo de memoria. Hay otro tipo de memoria de la que no sabemos lo que sucede con la novedad, como es el caso de la memoria de procedimiento o motoras. No tenemos ni idea de lo que pasa.
El problema es que no hemos podido experimentar en las escuelas esto que comentas porque una investigación así les genera mucha demanda de dedicación. Mi hipótesis respecto a la cantidad de sorpresas que se pueden generar es que no tiene límites, aunque puede resultar aburrido para un docente. Te voy a poner un ejemplo. Cuando un niño vive las cosas por primera ve, todo le sorprende. Sale a la calle y ve un perro o un gato por primera vez, y todo le sorprende. Y lo va a recordar todo porque domina la sorpresa. Es bastante probable que la sorpresa que nos generan las cosas sea un acto tan innato que no somos conscientes de que nos estamos sorprendiendo. Lo que es difícil para un docente es lograr sorpresas distintas. Pero el acto de la sorpresa en sí misma, por más que se repita, sigue siendo sólido. La vida demuestra que nos sorprende constantemente, aunque la edad condicione las sorpresas que tenemos. Nosotros utilizamos, en nuestros experimentos, dos sorpresas secuenciales, en vez de una, y vimos un aumento hasta un techo, pero no sabemos cuántas sorpresas se pueden utilizar durante un año, y si son efectivas.
¿Se puede educar el cerebro en las edades escolares, igual que pensamos que se puede enseñar a estudiar o a tener estrategias memorísticas?
La primera confusión es a propósito de la propia definición de educación. Está bueno que digas memoria y no aprendizaje, porque me hubieras puesto en un enorme problema. Lo que creo que podemos hacer es conocer la mayor cantidad de situaciones o de condiciones que son proactivas o negativas para la memorización de conceptos. Y esto podría dar información a los alumnos para saber cómo actuar. En la actualidad, y con la presencia de tanta tecnología que nos ofrece una gran disponibilidad de datos y de conceptos, no entendemos la importancia que tiene la memoria. Detrás de la asociación de ideas que hacemos, y cuando se nos ocurre algo o estamos en un momento de creatividad, hay un proceso de memoria. No es posible crear algo si no se tienen los compuestos por separado. Creo que podemos educar a los educadores para que creen estrategias más efectivas para que los alumnos tengan mejor memoria. Y evitar, por ejemplo, situaciones en las cuales, y quizás sin darnos cuenta, estamos impidiendo la formación o la evocación de un recuerdo. En nuestras investigaciones hemos observado, en las situaciones estresantes, como en exámenes ordinarios, tanto en escuelas como en universidades, cómo interfieren en el guardado de la información las actividades circundantes. Es importante ser consciente, por ejemplo, de que, si estoy dando una clase muy importante de matemáticas, y a la hora siguiente los alumnos deben hacer un examen de otra materia, se genera un estrés que modifica el resultado de aprendizaje de esos estudiantes.
Tener un gran entramado de este tipo de conocimiento puede mejorar las estrategias de aprendizaje en la educación.
Planteas que debemos crear en la escuela un ambiente que, emocionalmente, no provoque un estrés mayor del que se define como positivo para activarnos. Podríamos establecer una relación entre la creación de un clima no estresante y afable, y la condición de posibilidad que garantice una buena predisposición para el aprendizaje en los estudiantes. Lo que ocurre es que esto choca con la tradición disciplinaria escolar, que siempre ha entendido que la presión y la exigencia son sinónimos de buena calidad educativa y, en definitiva, lo que ha motivado a los estudiantes a ponerse en marcha.
Existen muchas aseveraciones educativas que se hicieron durante muchos años que no tuvieron un correlato experimental. Nunca se usó una condición distinta a la que se estaba probando. Es el caso de un país en el que siempre se ha creído que esa era la manera del éxito educativo y, por tanto, nunca se ha probado de otra forma. De tal manera que no podemos aseverar la confirmación de la hipótesis porque no teníamos un grupo de contraste que estuviera aprendiendo de otra manera. Tenemos muchos dogmas incorporados que se podrían estudiar en la escuela y analizar más profundamente sus resultados, pero la escuela no suele ser receptiva a este tipo de investigaciones.
Voy a poner un ejemplo que me ha ocurrido muy a menudo. Cuando propongo este tipo de investigación en base a la observación y confirmación de hipótesis, los directores de las escuelas me suelen decir que eso es aprendizaje significativo. Es como un mantra del sistema educativo. Cuando uno va a buscar en las publicaciones académicas el origen del aprendizaje significativo, hay mucha evidencia pedagógica de que puede llegar a funcionar, pero nunca se probó el contraste del aprendizaje significativo con otro tipo de aprendizaje sobre la misma temática. Es algo relativamente fácil de hacer, sin necesidad de desarrollar un experimento a gran escala con millones de alumnos. Pero sí se pueden hacer cosas simples a pequeña escala. Otro ejemplo, ¿cuál es la duración más adecuada de un recreo: cinco, diez o veinte minutos… una hora? Si soy educador o director vamos a tener una respuesta diferente de si preguntamos a los alumnos. Pero si el fin último es que los alumnos aprendan más, vale la pena hacer la investigación.
Hay una gran cantidad de cosas en la escuela, como los colores de las aulas, el número de alumnos por clase, si duermen o no la siesta, si comen o no en la escuela… son muchas cosas que se hacen y de las que no sabemos su efectividad. A mí me genera mucha curiosidad. No es que yo quiera imponer ninguna regla. Es que me gustaría generar evidencias para que pudieran ser debatidas y que pudiéramos saber si estábamos equivocados y si sirven los resultados que vamos encontrando. Quizás encontraríamos que un recreo de una hora les sirve a los alumnos y al aprendizaje, pero no le va bien a la escuela.
Algo que sí sabemos es que el entorno social y cultural sí que influye en el éxito escolar, incluso en mayor medida de lo que pasa dentro del aula. Este es el gran reto de la equidad social y educativa. Para mí, el problema es que el sistema educativo provee de la misma medicina a los estudiantes de estratos sociales más frágiles y a los que pertenecen a entornos en los que están recibiendo constantes y variados estímulos culturales. Me pregunto si todos los cerebros aprenden igual, más allá incluso de la “mochila” que cada alumno trae desde su extracción vital, social y económica.
¡Qué tema abriste! Tengo mucho para dialogar sobre esto. La ciencia casi siempre busca generalidades y pierde la particularidad de un caso que puede ser emblemático. Se descubrió hace unos años que, si bien esas conexiones se pueden generar de la misma manera en el cerebro, hay cosas que influyen en que esas conexiones se den más o menos. Se sabe, por ejemplo, que el ingreso económico de los padres influye en el grosor de la corteza prefrontal de sus hijos. Es “muy loco”, ¿cómo que el dinero que tienen las familias puede influir en algo celular? La hipótesis que plantean los investigadores es que las personas que están más holgadas económicamente tienen la cabeza más liberada para dedicarles más tiempo a sus hijos. Quizás pensemos que no es así, porque no dedican ese tiempo a sus hijos. Se trata de trabajos que tienen sus propias limitaciones. Otros trabajos plantean que se puede observar esa reducción de la corteza prefrontal en padres y madres que tienen menos formación educativa. Cuando analizan los hijos de padres y madres que tienen estudios terciarios completos, observan que tienen un grosor un poquito más ancho de la corteza prefrontal, que es una de las partes de nuestro cerebro con mayor incidencia en el ámbito educativo, puesto que allí residen todas las funciones ejecutivas, los controles inhibitorios o la memoria de trabajo. No es solo, entonces, el cerebro de ese alumno o alumno, sino el contexto que se genera para poder desarrollarse.
Todo esto nos indica que la inequidad social y económica es el gran problema del sistema educativo.
También te voy a comentar por encima un experimento reciente, porque estamos a punto de publicarlo. El objeto de estudio son los procesos creativos. Estos procesos son consecuencia de estudiar los procesos de memoria. Nuestro punto de partida es que la novedad y la sorpresa no solo mejoran el momento en el que estás guardando la información, sino que también mejoran el momento en el que la estás evocando. Si yo te sorprendo antes de un examen, el rendimiento es mayor. Se había visto en ratas, pero no se había hecho en humanos. Nosotros sí lo hicimos, y nos planteamos si la creatividad estaba vinculada a la memoria. Para ser creativo, necesito recordar cosas que conozco. Nadie inventa de la nada. ¿Podemos con una sorpresa mejorar la memoria? Y gracias a la memoria ¿mejorar la creatividad? Lo hemos podido demostrar. Cuando sorprendemos a los alumnos, mejoran la memoria, y gracias a ello, mejoran la creatividad. Lo hemos hecho en un montón de escuelas. Y también vimos que las escuelas en entornos más pudientes tenían valores más altos de creatividad. Y las menos pudientes, tenían valores mucho más bajos. Existe un trabajo de investigación en Chile que traza una línea entre escuelas de muy bajos recursos y escuelas de muy altos recursos, y evidencian de manera casi proporcional la diferencia en los niveles de creatividad. Por lo menos en el tipo de creatividad que se estudia.
Por tanto, es evidente la influencia enorme debido al contexto social y económico de los alumnos. Cuando apuntamos a mejoras educativas, debemos apuntar a esa parte de la población que se queda fuera. El gran problema de la educación, de la salud y de la humanidad no se resuelve en los laboratorios, sino tratando de tener equidad. Si las personas tuvieran sus necesidades satisfechas tendríamos menos pandemia, menos enfermedades y menos necesidad de investigar tanto. La ciencia cobra valor en los países más pobres porque son los deben encontrar una manera de equiparar las diferencias que la economía genera.
En varias ocasiones, te has definido como un científico utópico.
Soy una persona muy positiva. Cuando comencé a experimentar en las escuelas, me convencí utópicamente de que podía contagiar a un montón de maestras y de maestros, y de directivos que en algún momento íbamos a ver implementadas en el aula alguna de las investigaciones aplicadas que hemos realizado en todos estos años.
En alguna de tus publicaciones he leído que pedías que no trasladáramos la responsabilidad de nuestra memoria a la tecnología. Te referías a la memorización de la agenda, de números de teléfono y cosas similares. Razonabas que el cerebro es vago y tiende a relajarse corriendo el peligro de quedarse en desuso.
Es un tema fascinante que “me partió la cabeza” cuando lo descubrí leyendo “papers” de psicología cognitiva de la década de los ochenta y de los noventa. Es lo que los psicólogos denominan la memoria “transactiva”, que es aquella memoria que las personas depositan en otras personas. Por ejemplo, cuando convivimos con otra pareja nos repartimos las memorias de manera inconsciente. Nuestro cerebro detecta que nuestra pareja es buena en recordar algo, y reacciona delegándole esa capacidad. Es algo que ocurre en los laboratorios y en las oficinas cuando las personas demuestran una habilidad especial en recordar algo. Solemos relajarnos y delegar en ella. La memoria “transactiva” está muy estudiada en seres humanos. Nos hace entender el valor que esa persona tiene en nuestra vida porque, cuando esa persona se aleja o se va de nuestra vida, no solo lo hace físicamente, sino que se lleva tus recuerdos.
Lo que se estudió hace años es si había memoria “transactiva” entre los dispositivos tecnológicos, y se vio que la hay. El cerebro no quiere gastar energía guardando información. Aprender puede resultar placentero cuando queremos aprender cosas, pero puede resultar muy molesto cuando no tenemos ganas o no nos gusta el tema. Lo que se descubrió es que el cerebro hace memoria “transactiva”, pero no con nuestra pareja, sino con los dispositivos tecnológicos. La ecuación que hace el cerebro es: si yo obtengo la información muy rápido solamente abriendo el móvil, para qué voy a hacer el esfuerzo de recordarla. Lo que plantearon los investigadores en ese momento es si iban a perdurar las personas con mucha memoria, o cómo iba la escuela a modificarse por esta razón, en el sentido de para qué sirven los aprendizajes o para qué sirve la memoria. La información tiene que estar dentro de nuestro cerebro o por lo menos saber hallar la información cuando necesitamos conectarla con otras ideas.
Hoy no sabemos si la tecnología es buena o es mala, probablemente por nuestra culpa. Hace poco escuché un comentario de Cecilia Calero de la Universidad Torcuato Di Tella, que citaba de manera enigmática a un pediatra muy conocido que decía que “esta tecnología va a modificar los patrones, va a romper la familia y la escuela, lo va a romper todo”. Uno pensaba que estaba hablando del móvil. Se trataba de una cita de 1918 sobre el impacto de la radio. La tecnología viene a cambiar cosas, pero no creo que sea lo peor de todo.
Viniendo hoy a casa de mi abuela, que se ha cambiado de domicilio, he vuelto al lugar donde está la escuela en la que cursé la primaria. Y he tenido como una revelación que he relacionado con esa idea de “yo antes pensaba que…”. Antes pensaba que la escuela era un lugar donde me iban a educar. Hoy pienso que la escuela es parte de tu familia. Cuando yo llegaba al entorno de la escuela, sentía que estaba entrando en mi casa, sentía que estaba en un lugar cómodo, que me iban a escuchar, a entender, a ponerse en mi lugar. Hoy he sentido nostalgia, quizás por el efecto del confinamiento por la pandemia. Antes la veía como una institución educativa al margen de tu historia, pero realmente en algún momento de nuestra vida, la escuela ha sido nuestra familia, nuestros compañeros han sido nuestros hermanos, y los directivos de la escuela eran nuestra mamá y nuestro papá. El valor que tiene la escuela es mucho mayor de lo que yo suponía.