Doctor en Pedagogía por la Universidad de Málaga (España), de la que es también profesor de “Teoría de la Educación” y de “Educación y cambio social”. Especialista en educación inclusiva, imparte docencia en diversas universidades españolas y en FLACSO (Argentina). Investigador especializado en la diversidad y los procesos de exclusión e inclusión educativa, pertenece a diversos foros y redes hispanoamericanas, en Estados Unidos y en Reino Unido, en calidad de docente y asesor experto en educación inclusiva. Es autor de numerosos artículos y libros sobre el tema (algunos citados a lo largo de esta conversación), y ha impartido más de un centenar de conferencias por todo el mundo.
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(Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Ignacio Calderón)
Yo antes pensaba que aprender a educar tenía que ver con lo que había al otro lado. Pensaba que había que “tapar” lo que el otro no tenía y que había que enseñar lo que el otro no sabía. Siempre presumía que el chico o la chica tenía una carencia, y que mi trabajo era “taparla”. Lo que tenía que hacer era buscar permanentemente el fallo en la otra persona para solucionarlo. Ha sido una perspectiva que he arrastrado mucho tiempo y en todos los niveles, tanto en el disciplinar como en el de necesidades educativas más específicas. No ha sido hasta que he trabajado profundamente con investigación cualitativa, que me he dado cuenta de que no se trataba de eso. Aprender a educar no tiene tanto que ver con lo que hay en el otro, sino que se trata de aprender a reconstruirte constantemente. Es decir, no es tanto una labor que tienes que hacer en la otra persona, sino que es un trabajo que el educador ha de hacer en sí mismo. Se trata de una revisión constante de tus creencias, de tus emociones, de por qué actúas de esa manera en un contexto concreto. O sea que yo antes pensaba que el problema estaba en la otra persona, y desde hace tiempo pienso que el problema está en nosotros mismos.
En tus textos e intervenciones siempre insistes que es una cuestión de creencias y de perspectivas, de concepción social y cultural, política, en definitiva. Como especialista en educación inclusiva, ¿te atreverías a definirla?
Tiene que ver con todo esto que estamos comentando. En una de las investigaciones que más me ha marcado, en un centro de menores infractores, recuerdo que en la primera entrevista que tengo con un chico llamado José, mientras me describía una casa en la que había vivido, me explica que no tenía agua ni luz, y que vinieron a echarlos porque la casa no era suya. Cuando le pregunto de quién era, me contesta: “la casa no era nuestra ni era vuestra”. Para mí aquella respuesta fue una revelación. Aprendí en ese momento que por mucho que yo pretendiera establecer con él una relación educativa, solo sería posible si yo era capaz de derribar el muro que separa ese “nosotros” de ese “vosotros”. Aquel chico me veía como una representación de aquellos que poseen las viviendas que familias como la suya se veían obligadas a ocupar. Para él, yo representaba la autoridad, la policía, la escuela y sus maestros; es decir, él estaba allí por gente como yo. Para él yo era el poder en esa relación que estábamos teniendo. Es un poder sustentado en diferenciaciones radicales que tienen que ver con la clase social y con el rol que yo jugaba en esa relación. Solo cuando uno es capaz de ser consciente de la centralidad de esa perspectiva, es posible establecer otro tipo de relación. Por eso, cuando me preguntas qué es una educación inclusiva, creo que la respuesta es aquella que permite derribar las barreras que existen entre las personas, y que impiden conocerse, quererse, cuidarse y construir juntas una realidad mejor. Ahora mismo, esas barreras son muchas y variadas. Y podemos percibirlas solo si estamos atentos a escuchar el discurso profundo que hay en las voces de los otros, como en el caso de este chico que, con sencillez y rotundidad, me estaba invitando a derribarlas. Tengo recogida esta y varias historias relacionadas en el libro titulado “Sin suerte, pero guerrero hasta la muerte”.
Este tipo de relaciones de poder la podemos observar en el sistema relacional dominante en la mayoría de centros educativos. Tal como sean las prácticas relacionales, vamos a entender el tipo de educación que subyace en la cultura del centro. A menudo me pregunto si los profesores somos suficientemente conscientes de la importancia que tienen las relaciones.
A veces parece que los temas de la programación académica no tienen nada que ver con esto. Y, en cambio, el tipo de relaciones que establecemos entre colectivos y entre personas está intensamente vinculado con el éxito educativo. Las escuelas, en realidad, son espacios privilegiados de vida, en los que necesariamente revisamos cómo estamos construyendo esa vida. Y lo hacemos estudiando cómo han sido esas relaciones desde hace siglos, y también aprendiendo de la selección de la cultura que hemos escogido, y que no debe considerarse inamovible ni incuestionable. La lengua que enseñamos también debe ser vista cómo un vehículo para que chicos como José, el del caso que exponía, puedan explicarse cómo es su vida y poder actuar sobre ella. Pero también debería ayudarme a mí a pensar mi vida y mi forma de actuar cuando estoy educando. Educar no es más que contribuir a la reconstrucción continua de la realidad. Pero en la escuela y también en la universidad, somos bastante impermeables a la comprensión de que la trascendencia de lo que hacemos no tiene tanto que ver con los temas académicos del programa, sino con lo que nos sucede allí como personas.
Cuando empieza el curso, suelo preguntar al alumnado quién ha estudiado los logaritmos, y levanta la mano casi toda la clase. Después, pregunto quiénes saben resolver ahora un logaritmo. Y apenas la levantan algunos. Y si pregunto si saben qué es un logaritmo ya no la levanta nadie, quizá una persona. Pero lo que hemos pensado en la escuela es que lo trascendental era saber los logaritmos. Parece que hemos hecho una selección cultural de algo que carece de sentido, porque la hemos hecho igual para todas y para todos.
Lo que la inmensa mayoría de niños, niñas y jóvenes ha remarcado durante este confinamiento han sido los vínculos relacionales que establecen tanto entre ellos como con sus docentes. Pero eso no es lo que la escuela considera prioritario. Y también es paradójico que en las casas se ha recurrido a ámbitos como el arte y la educación física para combatir la cuarentena, que son justamente áreas poco valoradas en la educación. Esto debería ayudarnos a redimensionar nuestras prioridades y a reorientar el sentido de lo que hacemos.
Tenemos muchos ámbitos de mejora en la escuela, tanto en el currículum explícito, que estamos comentando, como en toda la estructura de relaciones sociales que establecemos, que está muy mediada y desequilibrada por el currículum explícito que trabajamos. Creo que vemos las relaciones interpersonales como algo que ocurre libre y espontáneamente, como si eso significara que es neutral, sin entender que todo lo que hacemos y creemos se asienta en valores aprendidos. Así ocurre, por ejemplo, cuando aprendemos a ser niñas o niños: lo hacemos viendo lo que se supone que hay que hacer como tales. Los procesos de socialización no dejan de ser fuertes condicionamientos que obligan a actuar de una determinada forma. Debemos cuestionar la creencia de que no se debe intervenir en la libre y espontánea elección de los niños y niñas en los recreos, por ejemplo. Y tener en cuenta que las escuelas son esos espacios donde se revisa la vida y se puede reconstruir. Si la sociedad es machista, la escuela está obligada a favorecer que se revisen las relaciones de ese tipo, tanto en el alumnado como en el profesorado. De lo contrario, estaremos perpetuando dentro los problemas que padece la sociedad. Ejemplo de ello es la liberación que han sentido en el confinamiento algunos niños y niñas que padecían acoso en la escuela, algo que se hace extensivo a lo que viven muchas familias de niños y niñas catalogadas con “necesidades educativas especiales”, no solo por sus propios hijos e hijas, sino por lo mal que lo estaban pasando como padres y madres, cansados de escuchar diariamente los defectos que acostumbra a señalar el profesorado tanto en el aprendizaje como en la conducta de sus hijos. Este es el problema de una perspectiva centrada en encontrar las faltas y errores que tiene el aprendiz. Si entendemos nuestra tarea de educadores como la de correctores, caemos en la reiteración de señalar constantemente lo que le falta a la otra persona o lo que ha hecho mal. Es como si creyéramos que no se dan cuenta de sus realidades. La única excepción es cuando vemos a los que se parecen a nosotros, que son y hacen las cosas como se supone que deben ser y hacerse. Me viene a la memoria el caso reciente de una madre que me relataba, emocionada, la entrevista que había tenido con el tutor de su hija, al comenzar ésta la secundaria obligatoria. El tutor se había centrado en los valores positivos de su hija, y ella estaba enormemente sorprendida y emocionada por recibir una información que valoraba a su hija en el contexto escolar. Lo que resulta incomprensible es que eso sea la excepción y no la norma. Hemos de ser conscientes de que ir a la escuela un día tras otro para que nos digan todo lo mal que lo hacemos es un ejercicio de poder despiadado. O cuestionamos esa posición, o la escuela va a ser despiadada con muchas personas.
Creo que no es hasta bien entrado el siglo XX que empieza a emerger de manera más universal el cuestionamiento de estas relaciones de poder en la escuela, que estamos comentando. Y se va extendiendo la idea de que la escuela es el lugar de acceso a la cultura y de emancipación de la persona. Pero, la realidad es que arrastramos una inercia milenaria de una manera de hacer en la escuela, basada en la idea de que su función primordial es corregir los defectos y los errores de los alumnos. Incluso ahora asistimos a menudo a una frivolización de la observación de los aspectos positivos en el acompañamiento del aprendizaje de los alumnos, considerándola una rebaja de la exigencia.
Eso ocurre porque consideramos que es una pose, algo impostado. Y cuando es así, sin duda, es una frivolidad. Desde que empecé mi docencia en la universidad, he intentado no convertirme en un controlador del pensamiento de mi alumnado. Lo que trato es que puedan ir contando sus propias historias y sus formas de pensar, y ayudarlos a que vayan reconstruyéndolas a base de compartirlas entre ellos y ellas, y de nutrir esos debates con el conocimiento pedagógico disponible.
Tengo una anécdota curiosa a propósito de esto. Normalmente, para frenar mis impulsos a intervenir y dar soluciones, cierro la boca, y mis alumnos me han hecho ver que emito un leve sonido de “mmm…”, seguido de la palabra “interesante”, cosa que les hace mucha gracia. En realidad, ese sonido y esa palabra, que brotan involuntariamente, son una manifestación de que cualquier idea que el alumnado exprese, más allá de estar o no de acuerdo con ella, debe ser considerada como una oportunidad para que todos reconstruyan lo que piensan, tanto las ideas mejores como las peores, las más valiosas y también las violentas las traen desde sus propias experiencias, y compartirlas constituye una oportunidad de reconstruirlas. Mi expresión implica un pensamiento: “Qué interesante que digas eso justo ahora, porque puede ofrecer algo nuevo al grupo para esta reelaboración que venimos haciendo”. La anécdota es que una alumna me regaló un pequeño cojín con la inscripción de “Mmm… Qué interesante”, del que colgaban unas gafas de tela como las que yo llevo. Lo tengo en mi despacho como recuerdo cariñoso y agradecido del reconocimiento hacia este interés por la palabra del alumnado. Para mí es poner en valor la singularidad de cada persona y devolver una mirada positiva ante lo que alguien dice. Sin embargo, considerar importante todas las ideas que trae el alumnado a clase no implica que todo vale. Siempre les advierto que no todas las ideas valen lo mismo, que hay ideas buenas y malas, y que las hay bien y mal construidas. Pero en todo proceso educativo debemos facilitar que todas las ideas emerjan, porque si no salen a la luz, es muy difícil conseguir transformarlas. A menudo los docentes creemos que basta con que digamos las cosas para que cambie algo. Y no es así, a no ser que consigamos poner las ideas en relación con lo que el alumnado piensa. Ahí se crean las posibilidades de transformación.
Por todo esto decía que, si nuestra respuesta consiste simplemente en dar una palmadita en la espalda, no tendrá demasiado valor devolver esa mirada positiva; pero si, como educadores, vemos el valor de los errores como una oportunidad de aprendizaje para todos, incluidos los docentes, de ninguna manera esa consideración positiva es liviana, sino de una gran profundidad.
La palabra en Educación tiene un enorme valor. Los docentes somos, normalmente, expertos en su uso y además en el propio conocimiento, y eso puede provocar más distancia con los alumnos y aumentar la relación de poder. Son barreras de entrada para conseguir una mayor participación de los estudiantes. Necesitamos esforzarnos más en escuchar y en guardar silencios respetuosos, como esa manera tuya que utilizas en tus clases. Ahora me gustaría referirme al último libro que has publicado, junto a Paula Verde, “Reconocer la diversidad”. En la introducción, planteáis una pregunta muy sugerente: ¿por qué no es fácil repensar la diversidad?
Fíjate que el proceso que viven muchas familias cuando llega eso que denominamos “discapacidad” se llama “duelo”. Hemos normalizado que vivimos ese proceso porque, por ejemplo, ha nacido un hijo o una hija sin ser como debería ser, o como esperábamos que fuera. Esto muestra el proceso de socialización tan incisivo que vivimos acerca de esta realidad, que nos hace pensar que son personas incompletas o incorrectas. Incluso, que no son del todo personas. Las familias a menudo lo viven como una delegación del peso de toda esa problemática que la sociedad pone sobre sus hombros. Lo ha depositado como si fuera un problema biológico, pero en realidad es una barrera que hemos establecido social y culturalmente. Y por eso necesitamos hacer ese duelo. Pero resulta que cuando la familia es capaz de sobreponerse al peso cultural, y a lo que incisivamente le estamos diciendo los profesionales y las instituciones, así como sus propios vecinos y vecinas, y conoce a esa persona, también es capaz de reelaborar las creencias que le habían llevado al duelo. El gran problema no es el síndrome de Down, el autismo o la parálisis cerebral, sino lo que ocurre en nuestra sociedad, familias y escuelas con las personas que tienen esas características. Son procesos muy complejos porque afectan a lo más emocional, porque en la base lo que hay es el miedo a la exclusión.
El miedo dificulta muchos aspectos de nuestra vida. Por ejemplo, cuando yo pregunto a los estudiantes qué dificulta su participación, a menudo, sale la timidez como una barrera, pero la timidez está relacionada con los propios miedos en el contexto de nuestras relaciones: una persona no es tímida en cualquier contexto. Cuando les pregunto qué debo hacer para que desaparezcan sus miedos, surge la necesidad de que desaparezca mi poder de profesor ante el error, para que no se sientan machacados cuando se equivocan, y también que los otros poderes que ejerce el grupo no se utilicen para sentirse juzgados. La palabra puede provocar desigualdad, pero también equidad cuando sirve para dialogar entre iguales. En un libro mío, “Fracaso escolar y desventaja sociocultural” recojo el caso de un alumno relatando un momento en que entró en cólera en el instituto. Él decía que estaba en la clase de Lengua, y que el profesor le estaba recriminando su comportamiento. El chico razonaba que el profesor, al ser de Lengua, se sabía expresar mejor que él. Me dijo textualmente que el profesor “no me dijo maricón ni nada, pero me lo dijo”. Esa “indirecta” le hizo saltar, y provocó que le expulsaran del centro. Lo que estaba poniendo de manifiesto es que los diferentes códigos que utilizamos no están en el mismo plano, y que hay diferentes formas de expresar lo que se puede interpretar como igual. Y aquí es donde aparece la desigualdad de consideración entre lo que la institución tolera y no tolera. Y esto no es en absoluto neutral. Estas desigualdades en la expresión y el comportamiento también están muy relacionadas con la clase social. Y estos chicos y chicas o sus propias familias a veces se sienten agredidas por la forma en que las instituciones sitúan esos códigos de relación. Si nosotros dominamos la palabra, y utilizamos ese poder en su contra, ellos pueden sentirse tentados de cambiar a códigos de fuerza para equilibrar la balanza. En la jerarquía escolar se encuentran en el nivel superior los que denominamos “empollones”, que son los embajadores de la cultura escolar, y en la parte inferior –dicho en términos grotescos– están los que llamamos “tontos” y los que consideramos “malos”. Estos últimos a menudo consiguen invertir esa jerarquía cambiando el código, aunque esto suponga un refuerzo de la exclusión.
Cuando los profesores pensamos en la escuela inclusiva, enseguida surge la dificultad de la falta de formación. Pero tú has reflexionado e investigado mucho sobre el mayor peso que tienen los paradigmas mentales, sociales y culturales, sobre el de la falta de formación.
Sin duda. Esto no quiere decir que no debamos aprender metodologías y otras cuestiones técnicas, pero sobre todo debemos cambiar la vinculación entre educación inclusiva y educación especial. Esta identificación es la que hace que estemos esperando la formación técnica como la solución. Es un paradigma que viene de la fuerte influencia de la medicina en la mirada de esa educación, lo que significa que la tratamos como una enfermedad, y nos lleva a preguntarnos qué hace una persona con parálisis cerebral en una clase de educación física. Sin considerar que la educación física es la educación de ese físico y de ese cuerpo concreto, y no del que nos gustaría que tuviera. Es muy complejo porque tiene que ver con nuestra perspectiva cultural, que se ha escondido en la biología. Seguimos pensando que, si una persona tiene autismo, hemos de aplicar técnicas que además están vinculadas a las “batas blancas” y a la percepción de que tiene algo “extraño”. Pero se trata de conseguir reformular las relaciones que tradicionalmente hemos establecido para que no haya que hacer un “duelo”, tampoco en la institución, porque la persona es siempre correcta y completa.
Cada uno de nosotros no es culpable de las relaciones que el capitalismo establece. Yo no era el culpable de la distribución desigual de la riqueza que obligaba a aquel niño y su familia a ocupar viviendas, es evidente. Pero sí que somos transmisores y agentes de esa cultura, y algunos somos unos privilegiados en ella. Se trata de desmontar esos privilegios, como lo está haciendo el feminismo respecto a los privilegios históricos de los hombres sobre las mujeres. Esto supone que tenemos que asumir responsabilidades de cosas que no nos gusta asumir. Si queremos una escuela inclusiva, tenemos que revisarnos hasta el punto de pensar si estos privilegios, tal como nos han llegado, tenían alguna lógica. No es fácil porque lo tenemos fuertemente interiorizado. El otro día, me explicaba Jorge, un estudiante de secundaria, que se encontró en un momento determinado fuera del grupo, a pesar de estar en clase con un asistente. De forma reveladora contaba, con mucha pena, que tuvo que pedirle por favor a su asistente, la persona que el sistema confía para que se vincule y relacione, que al día siguiente no fuera. En los términos metafóricos que estamos utilizando en esta conversación, podríamos decir que “la bata blanca lo jodió todo”.
En una intervención tuya reciente ante la OEA (Organización de Estados Americanos) relatas varias historias de chicos y chicas para ilustrar lo que quieres transmitir. En esta conversación también lo estás haciendo varias veces. Uno de estos testimonios habla de “normicidio”.
Álvaro, que es el joven que utiliza esta expresión y del que estoy aprendiendo mucho, lo hace en un contexto de interpelación a muchas personas que estábamos en aquel acto. Él nos preguntó: “¿Cuántos normicidios habéis cometido hoy?”. Si nosotros contásemos las veces que la normalidad organiza nuestra forma de pensar, sentir y actuar a lo largo del día, ¡nos llevaríamos las manos en la cabeza! Cada vez que la norma organiza nuestra cabeza, estamos “matando” a una persona. Lo que Jorge, el chico del caso anterior, pretendía decirnos es que, si la escuela sigue trabajando con una población que entiende normal, y su esfuerzo se centra en la adaptación del currículum a otra población, conceptuada como “anormal”, seguirá manteniendo el mismo problema. Lo que debemos hacer es esforzarnos en revisar cómo nos relacionamos en los espacios educativos de todo tipo, ya sea el aula, el recreo o los espacios informales, y qué es lo que conlleva que la actual manera de hacerlo haya dejado en la cuneta a tantos niños y niñas, que lo están pasando realmente mal. Y para hacer esta revisión es para lo que están la historia, las matemáticas, la lengua, y el conjunto de materias curriculares. Es decir, la tarea pedagógica es la de ponerlas en relación con nuestras vidas: la del alumnado y sus familias y la del profesorado.
En tu trayectoria personal y profesional, ¿cuánto ha influido la historia de tu hermano Rafael?
Mucho. No sabría medirlo. Esta evolución de mi mirada que he comentado desde el principio, y que me lleva a pensar que el problema no está “allí” (en la otra persona), sino “aquí” (en nosotros mismos), eso me lo ha enseñado Rafa. En la propia elección personal de qué estudiar, en mi posición de estudiante en la facultad y en la tesis doctoral, ha estado presente su influencia. La tesis doctoral la comienzo a centrar en Rafa y acaba siendo el caso de toda mi familia como representación colectiva de la sociedad. He escrito dos libros que recogen la experiencia de mi hermano y mi familia, en los que he querido recoger la lucha y también la esperanza.
Las realidades excluyentes llevan a muchas personas a asumirlas como inevitables, haciendo imposible que salgan de esa posición de opresión. Los cambios estructurales, los macropolíticos, no van a solucionar el problema de la exclusión en las escuelas. Esos cambios estructurales son necesarios, pero debemos actuar sobre las culturas dominantes en las escuelas y aquello que está de “la piel para dentro”, o sea lo que pensamos y sentimos. Por eso es tan difícil este cambio. No se trata de instaurar una metodología y ya está, sino de llegar a ser conscientes de cómo afecta a las personas que digamos cosas como que un chico o chica de catorce años “tiene una edad mental de dos años”, imposibilitando que pueda estudiar la secundaria con el resto de estudiantes de su edad. Se trata de una agresión verbal que interpreta que hay una sola forma de tener una edad concreta. La escuela no puede pensar que el problema solo está allí, en la forma de pensar, de moverse o de vivir del otro o la otra, sino que necesariamente está “aquí”, porque si quiere ser inclusiva, tiene que estar dispuesta a transformarse hasta el punto de que ese sea el alumno correcto. Solo con esta voluntad de transformarnos, conseguiremos una educación verdaderamente inclusiva.