AINA TARABINI
Doctora en sociología por la Universidad Autónoma de Barcelona y profesora de sociología en la misma universidad e investigadora de los grupos de investigación GEPS (Globalización, Educación y Política Social) y GIPE (Grupo Interdisciplinar de Políticas Educativas). Especialista en sociología de la educación y en análisis de desigualdades y políticas educativas. Entre sus temas de investigación destacan el estudio de los procesos de éxito, fracaso y abandono escolar; el análisis de las prácticas pedagógicas y de las creencias y discursos docentes; o las elecciones, transiciones y disposiciones educativas de los y las jóvenes.
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(Los parráfos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Aina Tarabini)
Yo antes pensaba que para valorar las prácticas y las políticas educativas bastaba con analizarlas por sí mismas. Es decir, por sus características, su diseño, su implementación… Ahora, con el paso del tiempo, pienso que los aspectos institucionales y estructurales de esas prácticas no son suficientes para entender los impactos que producen. Es necesario entender cómo los actores (docentes, familias, jóvenes) interpretan estas prácticas y políticas, puesto que éstas cobran sentido cuando se ponen contacto personas y contextos. Los marcos escolares e institucionales favorecen sin duda el éxito de las políticas, pero el factor más influyente es el modo en que son vividos por los actores que son los sujetos de aquéllas. Por tanto, he ido aprendiendo a pasar de una mirada más objetiva, más técnica, a una visión más relacional y subjetiva. En el sentido de analizar cómo se relacionan las identidades, trayectorias, experiencias y contextos particulares de los sujetos con los objetivos de las políticas.
Esto que dices nos habla también de las creencias que los docentes tenemos cuando aplicamos políticas educativas o metodologías pedagógicas. Me resultó muy inspirador, en este sentido, el estudio que publicaste hace pocos años, sobre lo que funciona en las políticas para el éxito escolar. Me gustó especialmente que pusiste el foco en lo que funciona, más que en lo que no funciona. ¿Qué te impactó especialmente de lo que observaste que funciona?
Aprendí muy profundamente hablando con los actores protagonistas que son sujetos de las propuestas. Lo que más me impactó es la constatación de que el abandono de la escuela y el fracaso de los estudiantes se hace desde un lugar emocionalmente muy fuerte. Los jóvenes que están mal en la escuela y abandonan o fracasan lo suelen expresan desde fuera como si no les importara. Pero la realidad muestra procesos llenos de sensaciones de rabia, de inseguridad, de incapacidad y de la percepción de que nadie los ha escuchado, ni valorado. Se sienten invisibles e irrelevantes. Es una vivencia subjetiva muy fuerte que cuestiona la propia identidad como aprendiz.
Pero lo mismo veo que les ocurre a muchísimos docentes. Viven su profesión de una manera muy intensa emocionalmente. Se dejan la piel, y su propia corporalidad así lo expresa, para intentar garantizar, no siempre en las mejores condiciones ni con los apoyos institucionales suficientes, que todos sus estudiantes tengan éxito en la escuela. Es muy importante tener en cuenta los aspectos emocionales en la práctica escolar.
¿Qué se rompe en el camino de la lucha contra el fracaso escolar, teniendo en cuenta los esfuerzos ingentes de docentes y la voluntad explícita de aquel gobierno que quiera frenarlo?
Creo que todavía no nos creemos suficientemente que todos los estudiantes tienen derecho a ser exitosos en la escuela. Aun están demasiado presentes, en la sociedad y en las escuelas, algunas concepciones que naturalizan de tal manera la inteligencia y la capacidad, que proyectan la idea de que hay estudiantes menos aptos para el estudio. Esto provoca que no nos escandalicemos ante unas cifras de abandono escolar, que son realmente de escándalo. Creo que no podemos naturalizar que, con cifras actuales, haya en Cataluña un 19% de estudiantes que no hayan adquirido la credencial mínima necesaria para cualquier proceso de inclusión social y laboral. No podemos admitir que se crea que forma parte natural de las personas. Esto pone de manifiesto que hay algo en nuestro sistema que no funciona, y que aun es imprescindible remover nuestras conciencias.
Sin duda hay una razón que tiene que ver con los recursos, pero no todo se explica por la falta de ellos. Hay elementos que tienen que ver con nuestras creencias, con la manera de estructurar el currículum y con la manera de organización de los centros, que hace que los propios jóvenes desde muy pequeños sientan que la escuela no es para ellos. Para mí, es un fracaso social y colectivo al que debemos poner remedio.
Cuando yo estudiaba, en la década de los años 70 del siglo pasado, solo un 15% aproximadamente acababa el bachillerato. Cuando se alcanza la escolarización universal, unos veinte años más tarde, todos los jóvenes asisten a la escuela, pero el sistema no ha cambiado mucho y nos quedamos estancados en altas cifras de abandono. ¿Cuál es el debate central para conseguir revertir el fracaso escolar?
Lo que dices me recuerda que, a menudo, tenemos imágenes muy románticas del sistema educativo, que no contextualizan su significado en el momento actual. Son comentarios que se reiteran con frecuencia, como aquel que recuerda que antes podías encontrarte con clases de cuarenta alumnos, o aquellos referidos a lo habitual que era que la mitad de una clase no continuara estudiando. Son comentarios que obvian el valor del aprendizaje que dominaba entonces o el sentido de la obligatoriedad. Era normal adjudicar a la escuela la función de filtro para seleccionar a ‘los mejores’. Es absurdo intentar comprender el contexto actual con la mentalidad de entonces.
Me parece importante resaltar que la mirada relacional que vincula las políticas con los actores y su contexto no tiene el cometido de provocar una especie de relativismo, sino buscar articulaciones que garanticen el éxito escolar de todos. El éxito escolar se define en contextos particulares de forma institucional y con parámetros objetivos. Por ejemplo, hoy en día, la escolarización de todos los jóvenes hasta los 16 años es obligatoria y a partir de este parámetro se define el concepto de fracaso escolar, entendido como la no obtención del certificado de graduación en la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria). Pero a parte de esta definición objetiva, debemos ser capaces de pensar cómo se articula esta escolarización en diferentes contextos y para diferentes sujetos. El significado de la escolaridad obligatoria no se puede dar por sentado, como tampoco las diferentes posibilidades de graduación que emergen en diferentes contextos sociales y escolares. Para garantizar pues que todos los estudiantes sean exitosos en la escuela, y que por tanto no sólo gradúen sino también y sobre todo aprendan, hay que preguntarse quiénes son nuestros estudiantes. Debemos atender a la diversidad de formas en que se vive la escolaridad. Sólo a partir de este reconocimiento de la diversidad de formas de ser y estar en las aulas llegaremos al objetivo de la práctica educativa, que no es otro que el de la igualdad: la igualdad de oportunidades, de derechos, de aprendizajes.
Por otra parte, creo que a veces se analizan los contextos familiares y la diversidad de capitales que encontramos de manera aislada. Es como un determinismo social y educativo, que predice las posibilidades del éxito escolar en función de unas características familiares o pedagógicas particulares. Para mí es un error porque un mismo modelo pedagógico no funciona igual en todos los contextos familiares, y, al revés, unos mismos capitales familiares no funcionan igual en diferentes entornos pedagógicos. No se trata de poner la mirada solo en lo que hace la familia o solo en lo que hace la escuela, sino en cómo se generan y se relacionan proximidades entre los dos mundos.
Esto tiene mucho que ver con el propósito de la educación obligatoria, a la que dicho sea de paso no le ayuda el adjetivo. Si yo creo que la función de la escuela se centra en certificar unos conocimientos, me parece lógica la función de filtro que ejerce. Pero es diferente si yo creo que el propósito de la escuela es la adquisición de unos conocimientos básicos para toda la población. En tus investigaciones, ¿has podido comprobar si está habiendo un cambio de creencias de la primera concepción a la segunda?
Me gustaría resaltar dos elementos que has comentado. El primero es que las creencias son el núcleo fundamental de nuestra acción. El para qué creo que sirve la escuela determina todas mis acciones. Y el segundo elemento es el sentido del término conocimientos básicos, que no deben confundirse con mínimos. Lo que debemos establecer es aquello básico que la escuela tiene que equiparnos para la vida.
Durante el primer mes y medio de confinamiento por la pandemia, y junto a mi compañera del grupo de investigación, Judith Jacovkis, hicimos una encuesta on-line que respondieron unos tres mil docentes de Cataluña de todos los niveles escolares, excepto 0-3 años y universidad. El tema dominante que preocupaba a los docentes era el acompañamiento del alumnado y de las familias. Me parece una buena noticia. Creo que debemos evitar una mirada dicotómica entre acompañar y enseñar. No tenemos que decidir entre una cosa y la otra, ni caer en la simplificación de pensar que a la escuela solo se viene a aprender conocimientos y currículum, o que se viene a acompañar a los jóvenes como si fuera un “esplai” (espacios educativos de tiempo libre). En la escuela se viene a aprender y solo aprenderemos acompañados y acompañadas, porque aprendemos de forma social, unos con otros, y con los recursos de que dispone la escuela: maestros, compañeros, proyectos, libros… Estos meses de confinamiento han puesto de manifiesto que sin acompañamiento es difícil el aprendizaje. Algo que es relevante en todos los contextos sociales y, particularmente, en los vulnerables. No por sus características intrínsecas, sino por el tipo de relación que se establece con la escuela, como decía hace un momento.
Si avanzamos hacia un modelo de escuela en el que aprendamos acompañadas será una buena noticia.
La presencialidad no garantiza nada en sí misma. Hay que tener la voluntad de que pasen aquellas cosas que queremos. Desde que empecé mi carrera profesional a principios de los años 80 del siglo pasado, he podido constatar que, a veces, algunos docentes identificaban el derecho a la educación con la asistencia a clase. Pero el derecho se cumple con la constatación del aprendizaje por parte de todos los alumnos. La pandemia ha puesto en mayor evidencia estas paradojas. De las investigaciones que has realizado antes y durante la pandemia, ¿qué crees que ha venido a quedarse en la escuela actual?
Estos meses de pandemia han puesto de manifiesto que hay un cuerpo docente que se deja la vida para que la escuela funcione, pero también ha quedado en evidencia que se encuentran muy solos. Necesitamos crear las condiciones para que los y las docentes no se queden en una situación de pura supervivencia, y puedan disponer de tiempos para reflexionar colectivamente sobre sus prácticas, pensar en el futuro y alzar su propia voz. Creo que hay una gran voluntad docente, pero que necesita ser acompañada, entre otras cosas, para evitar la gran desigualdad entre centros que provoca esa soledad. En muchas ocasiones, movilizamos un concepto de autonomía escolar un poco simplista, que nos lleva a abandonar a los centros y a la política del sálvese quien pueda.
A menudo me he encontrado, en el sector educativo, la creencia de que dedicar tiempo a la reflexión es un lujo porque el trabajo real está en el aula y parece una traición a los compañeros y compañeras reservar tiempo laboral a pensar, reflexionar o compartir. La manera de entender la autonomía de los centros que estamos viviendo es el reflejo de la falta de liderazgo histórica del sistema educativo.
Creo que necesitamos pensar en profundidad los conceptos claves de la escuela. Por ejemplo, qué creemos que significa ser docente y cómo habilitamos la posibilidad de que la reflexión forme parte de su día a día, y cómo lo entendemos en cada una de las etapas educativas. Hay cosas que no pasan si no se generan las estructuras necesarias y, luego, también hay que atender al ejercicio que se desarrolla aprovechando esas posibilidades.
Lo decías cuando hablabas de la presencialidad. Hay presencias escolares que son altamente desagradables. Hay jóvenes que están mal en la escuela y tienen una vivencia muy conflictiva porque no sienten que aprenden ni que se les permite desarrollar su identidad. La presencia, como el resto de los elementos que necesitamos estructurar, es una condición necesaria pero no suficiente para el éxito escolar.
A menudo he podido observar en debates en los que he participado, que el modo en que se accede a la función pública de la escuela determina la concepción del peso de los contenidos y de lo que los docentes creen que deben exigir a sus estudiantes.
El problema no es la consideración que se tiene de la importancia de los contenidos, que son imprescindibles, sino la creencia de cómo garantizo que todos los estudiantes lleguen a esos contenidos. A menudo me encuentro con docentes que creen que ese camino es una cuestión de la educación familiar y ven como inevitable que haya un sector de estudiantes que no aprendan. La cuestión es qué podemos hacer como docentes, intentando comprender quiénes son mis estudiantes, cuál ha sido su trayectoria, qué les puede interesar y qué debo cambiar de mi aproximación metodológica. Es una manera de entender cómo esta persona recibe los conocimientos que pretendo transmitir, cómo los incorpora, cuáles son las barreras materiales, simbólicas y emocionales que tiene para recibirlos. Y puede pasar que haciéndome todas estas preguntas y modificaciones no consiga el objetivo de llegar a todos los alumnos porque hay dinámicas sociales y familiares muy fuertes que superan la acción educativa. Pero estoy convencida de que si nos hiciéramos de manera sistemática la pregunta de cómo reciben los conocimientos que establecemos y no solo cómo los transmitimos, el nivel de abandono escolar sería mucho menor.
¿Cuál es la capacidad real de la escuela para atender una diversidad amplia?
En una sociedad capitalista y, por tanto, estructuralmente injusta, es imposible pensar que la escuela será justa cien por cien, porque hay un reflejo de lo social en lo educativo. Pero hay dinámicas de exclusión que son propiamente educativas, y que refuerzan las exclusiones sociales externas. La desigualdad educativa que tenemos no es un reflejo mecánico de la desigualdad social. Y, por tanto, en términos globales, la escuela como institución tiene una gran capacidad para atender las diversidades que hay dentro de ella, porque diversas somos todas. Por tanto, una escuela normal es aquella en la que se encuentran todas y todos.
El problema es que existen dinámicas de segregación escolar muy fuertes que hacen que estas diversidades no sean tan iguales en todos los centros educativos. Hay una escasez de financiación pública que provoca que los centros deban gastar energías en buscar recursos alternativos; y también perviven miradas que todavía entienden que la diversidad es lo anecdótico.
La escuela como institución tiene una capacidad amplísima de dar respuesta a esta diversidad. La naturaleza propia de la escuela es el lugar donde nos encontramos toda la diversidad de personas que somos. Ahora bien, esta escuela como institución necesita tener condiciones equivalentes para que todos puedan aprender y todos puedan enseñar y acompañar. Todavía existen muchos niveles diferentes de diversidad según los centros. Y, en algunos, más que de diversidad, lo que vemos es pobreza. Hay escuelas donde esta pobreza es la condición mayoritaria del alumnado. En otras, la alta movilidad de alumnado.
A veces decimos diversidad cuando lo deberíamos llamar pobreza, exclusión, desigualdad. De ahí la importancia de fijar bien los conceptos.
También debemos pensar en las desigualdades que provocan las políticas y concepciones derivadas de la función del currículum, la pedagogía, la evaluación…
Las decisiones de distribución de recursos para el sistema educativo español están determinadas por una mirada homogeneizadora. La medida universal es, por ejemplo, el número de alumnos y grupos, independientemente del contexto en que se encuentre el centro. Esto provoca que sea muy determinante el territorio y el centro en el que estudian los alumnos para alcanzar un itinerario exitoso.
Es muy relevante esto que planteas y tiene que ver con lo que decíamos sobre los medios y los fines. Si el fin es la igualdad, no podemos homogeneizar porque nos aleja de la justicia social.
El ejemplo más hiriente es la situación en que se encuentran muchos centros de alta complejidad que no consiguen estabilizar las plantillas de docentes porque se deben seguir las mismas normas de la función pública que en todas las escuelas. Si queremos alcanzar la equidad debemos reconocer las diferencias, y garantizar los recursos y las políticas necesarios que la hagan posible. Muchas veces, me pregunto dónde están representados los docentes que trabajan en estos centros educativos. La redistribución es un principio básico de la justicia social, y que se refleja en dar en función de las posibilidades y las necesidades. Homogeneizar cualquier elemento de la práctica educativa es lo que nos lleva a tener los resultados tan desiguales que tenemos.
Conseguir una escuela justa desde todos los ámbitos del sistema, lo micro y lo macro, significa, para mí, garantizar que todos los alumnos aprendan y todos los docentes enseñen y acompañen en igualdad de condiciones. Debería ser un objetivo prioritario de todos los agentes políticos, sociales y escolares del país.
Un sistema educativo justo no puede quedarse en garantizar la escolarización universal en términos de acceso la educación. Implica también poner una atención especial a los procesos y a los resultados educativos. Un sistema educativo justo es aquel que redistribuye recursos, claro, pero también que reconoce la diversidad en sus múltiples dimensiones. que representa las voces y las necesidades de todos los agentes educativos, que pone la escucha y los cuidados en el centro de la acción educativa. Reclamar justicia escolar, por tanto, no tiene que ver con la caridad, sino con la concepción básica de la organización social de un país. Y por eso, los actores relevantes del sistema deben orientar sus miradas, y transformar sus políticas y sus prácticas para que la hagan posible.