Analista social y gestor del cambio, es presidente de Unescocat. Es doctor en Ciencias Políticas y Sociales (UPF), con una tesis sobre la Educación en la Ciudadanía Global, y máster en Ciencias Sociales (University of Chicago) y licenciado en Filosofía y en Periodismo. Ha liderado en Cataluña la alianza Escola Nova 21 por un sistema educativo avanzado. Antes fue el primer director de la Barcelona Graduate School of Economics, Research Fellow en la Cambridge University y Visiting Scholar en la New York University. Ha tenido distintas responsabilidades en el movimiento Scout, y es autor de World Scouting: Educating for Global Citizenship (Palgrave Macmillan, 2012).
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(Los parráfos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Eduard Vallory )
Yo antes pensaba que la transformación educativa era, fundamentalmente, una cuestión de cambiar las prácticas aplicando un modelo. Pero ahora he comprendido que el cambio educativo es sobretodo replantearse por qué educar y para qué educamos. Las respuestas a estas preguntas son las que después conducen a cambios en los aprendizajes. La inercia que frena el cambio educativo está alimentada por nuestras creencias, basadas en la convicción profunda de que la escuela debe ser de una manera determinada: la que hemos vivido. Esto es dificulta el cambio, a pesar de que dispongamos de diversidad de modelos alternativos.
En el proceso de Escola Nova 21 (EN21), empezasteis precisamente por reflexionar sobre las creencias educativas: sobre el propósito de la educación que nos planteábamos las escuelas, antes de pasar a diseñar las prácticas que fueran coherentes con ese propósito.
No fue una casualidad. La conceptualización del proyecto fue la suma de tres elementos. En primer lugar, la larga tradición existente por una escuela activa. En segundo lugar, el conocimiento científico sobre cómo aprendemos y sobre cómo se producen los cambios. Y, en tercer lugar, y fundamental, el saber y la experiencia de muchas personas de las escuelas impulsoras. Tú fuiste una de ellas. Nos ayudasteis a entender que en el sistema educativo estamos muy acostumbrado al consumo de recetas para generar acciones de aprendizaje, y muy poco en ir al fondo del porqué las hacemos. Nos decíais que, si dábamos recetas, no íbamos a conseguir cambiar la cultura. EN21 aprendió de las experiencias de escuelas y de redes de centros que estabais promoviendo procesos de cambio.
Por otro lado, EN21 no proponía un único modelo pedagógico. ¿Por qué decidisteis que era más importante el propósito que el modelo?
En educación, no hay una verdad revelada. Lo podemos comprobar en la diversidad de respuestas a una misma cuestión. Un ejemplo lo tenemos en la respuesta al dilema de la conveniencia del uso de dispositivos digitales en edades entre los ocho y los diez años. Recuerdo una escuela Waldorf en Estados Unidos que no permitía su uso hasta los trece años. En cambio, otras escuelas incentivan su uso desde edades muy tempranas. No me atrevo a decir cuál es la respuesta correcta. El objetivo en todos los casos es que los alumnos salgan de la escuela competentes digitalmente, pero aplican planteamientos diferentes.
La cuestión clave es que los elementos que son fundamentales para todos no están relacionados con una metodología concreta. Sí están vinculados a la idea del desarrollo integral de la persona. Por tanto, no es una suma de disciplinas, sino la integración de diversas partes, como la intelectual, la emocional y la social. Y claro, para este desarrollo integral, se necesitan unas articulaciones determinadas de los modelos de aprendizaje, que tienen que estar centrados en la persona que aprende. El objetivo de la formación integral, el desarrollo de competencias para la vida, es común; pero los enfoques metodológicos pueden ser diversos. La función de EN21 no era unificar los modelos metodológicos. Nuestra voluntad era cambiar la lógica que hay detrás de la función educativa de la escuela y de cómo se genera el aprendizaje.
La hipótesis del proceso era que el cambio, para que fuera profundo, debía estimularse desde fuera de la administración. Por un lado, parecía mostrarse desconfianza en la propia administración; pero, al final del proceso, y una vez recorrido una parte del itinerario, se devuelve el liderazgo a la administración.
La experiencia de EN21 ha sido muy compleja desde un punto de vista sociológico. El objetivo principal era generar un cambio de mentalidad a gran escala. Como decía antes, todas las instituciones impulsoras creíamos que la estrategia del recetario no funcionaba. Y que se trataba de un cambio cultural de todos los agentes sociales relacionados con la educación, familias incluidas. Se articuló con la lógica del cambio a través de la práctica. Por un lado, con un acompañamiento intensivo al cambio en una muestra representativa de 30 escuelas. Y, por otro lado, con una lógica de creación de 60 redes de orientación al cambio que agrupaban 500 escuelas. Pero esta operativa no era la finalidad del programa. El objetivo era cambiar la mentalidad de la sociedad y visualizar que la escuela deseada tenía que ser otra cosa que lo que veíamos. Y que, para llegar a este objetivo, debíamos hacer una serie de pasos. Lo más vistoso era la operativa, pero solo era una manera de ejemplificar la escuela que deseábamos. Lo más importante que ha quedado después de tres años no es la operativa, sino el cambio de comprensión en la sociedad de cómo debe de ser la escuela, que aún estamos viviendo hoy. Lo que hemos entregado a la administración es la demostración de que el cambio es posible.
¿De dónde viene tu convicción de que la clave del cambio es la mirada? ¿Viene quizás de tu experiencia personal, del mundo del escultismo y de tus observaciones internacionales?
Viene de muchas conversaciones que tuve con muchas personas, originadas en una inquietud. Volví de mi estancia en Nueva York a finales de 2014, y EN21 empezó a principios de 2016. Entremedio, visité muchas escuelas, y hablé con las personas que erais clave en aquel momento en el impulso de procesos de cambio. Me preguntaba qué queríais conseguir. No estabais aplicando recetas. Yo veía una clara idea de propósito primero, y una elección de acciones, después, para conseguirlo.
Establecí un símil con el análisis que había hecho en mi investigación doctoral sobre el escultismo. Su fundador, Baden Powell, era una persona polifacética, que había impulsado el movimiento con cincuenta años, y que fue evolucionando mucho. Durante los treinta años que vivió después, hizo una gran evolución hacia el pacifismo, el multilateralismo o el freno a las tendencias excluyentes de las identidades nacionales y religiosas y el propio totalitarismo. A su vez, promovió muchos cambios en el enfoque pedagógico y, por ejemplo, incorporó decididamente los avances tecnológicos del momento. A partir de su muerte en 1941, muchos actores del movimiento en todo el mundo mostraron una gran tendencia a “congelar” aquellas aportaciones, y a reproducir de forma tradicionalista lo que el movimiento había sido. Era como si nos hubiéramos quedado con una foto fija, sin ver la evolución de la película. Lo que vi en la escuela me recordaba mucho esta lógica. Analicé algunas escuelas avanzadas de los años 60 y 70 del siglo XX, y las veía ahora como si fueran un museo, limitándose a reproducir las mismas cosas que habían hecho sus impulsores, cayendo en la inercia de transformar los medios (prácticas determinadas) en finalidades (elementos de identidad). Lo que tienen en común las dos experiencias es que hemos acabado siendo esclavos del cómo, creyendo que somos lo que hacemos, cuando en realidad somos lo que queremos conseguir. Cuando te orientas al propósito, todo lo que tienes alrededor se convierte en un instrumento al servicio de ese objetivo, y las iniciativas del entorno las ves como aliadas.
El nombre de EN21 viene del movimiento de Escuela Nueva de principios del siglo pasado. Muchas de las teorías de cambio pedagógico de nuestros días están ya formuladas entonces. Fue una estela que también siguieron los movimientos de renovación pedagógica en los años 60’ y 70’. Pero tú sugieres que los movimientos se quedaron “congelados”.
Lo que explica la “congelación” posterior de aquellos propósitos, los “para qué”, está más relacionada con la gran inercia de la escuela tradicional. Cualquier cambio ha de nadar contracorriente. Fíjate que la escuela tradicional no tiene que dar explicaciones a nadie. En cambio, la escuela que se centra en el desarrollo integral de la persona se pasa todo el día teniendo que justificarse. Nada es más simple que tener un grupo de niños callados en sus pupitres, mientras el maestro explica para luego examinarlos. A menudo, nadie cuestiona si es esto lo que hay que hacer.
Me planteé esta paradoja cuando visité escuelas que trabajaban por competencias e integraban disciplinas. Comprobé que generaban aprendizajes complejos y debates profundos. También pude observar qué aptitudes debían tener los docentes. Si alguien como yo, licenciado en filosofía que no hice el curso de adaptación pedagógica (hoy máster de Secundaria), tuviera que dar una clase tradicional la semana próxima, no tendría ningún problema. Basta que digan el tema que debe explicar, repasarlo un poco y seguir el libro de texto. Pero si tengo que ser el profesor de un grupo de alumnos de escuelas donde se trabaja de manera competencial, no estaría pedagógicamente preparado para hacerlo, si no hubiera hecho una formación específica. Por esto digo que es mucho más simple el modelo de escuela tradicional. Pasa lo mismo con la construcción de nuevas escuelas. Para los arquitectos de las administraciones públicas, les es más fácil reproducir edificios con aulas estándar donde quepan un número concreto de pupitres, que comprender la necesidad de espacios diversificados adaptados a las distintas estrategias de aprendizaje.
Por tanto, son los intentos de transformación pedagógica los que nadan permanentemente a contracorriente. Lo que intentaba hace cien años el movimiento de la Escuela Nueva era nadar contracorriente, y la corriente se los llevó. Cuando comenzamos la EN21, preferimos utilizar el término “actualización” en vez de “innovación”, porque entendemos que la escuela primero debe ponerse al día para posibilitar la formación integral de cada niño y niña, que es lo que planteaba la Escuela Nueva de hace cien años y la UNESCO pide desde 1972. Es desde la actualización que puede innovar.
Sin embargo, algunas personas afirman que lo que está de moda es la innovación, y no la tradición.
Porque el enfoque tradicional no está acostumbrado a que se le ponga en duda. Hay una cierta diversidad argumental entre los que pretenden frenar el cambio educativo. Hay un sector de opinión que piensan que sin codos ni esfuerzo, no se puede aprender. Los que dicen esto, lo afirman contradiciendo el conocimiento sobre cómo aprendemos. Por ejemplo, sabemos que el esfuerzo sirve cuando está vinculado a un aprendizaje significativo, mientras que los codos están habitualmente relacionados con un aprendizaje memorístico y mecánico. Hay otro sector que critica, con razón, el lenguaje de la innovación cuando en muchas ocasiones está orientado a la venta de productos o de recetas de cambio, eludiendo la pregunta de sentido. Les ha ocurrido a docentes que han visto llenar las aulas de herramientas tecnológicas, pero sin modificar las formas tradicionales de enseñanza.
A su vez, el cambio ha tenido “falsos ayudantes”. Una buena parte de docentes han visto cómo se proponían cambios sin ver que el propio sistema se los creyera y pusiera los recursos necesarios. Han visto como se planteaba la formación integral de la persona, la linealidad de la primaria y secundaria o que el aprendizaje tenía que ser competencial, sin recibir formación o que hubieran cambios organizativos que lo posibilitaran. También han visto que los profesores de la antigua secundaria postobligatoria, que preparaban esencialmente para la selectividad, fueron destinados a la nueva secundaria obligatoria sin prepararlos para la formación integral y la orientación. O cuando se estableció que la evaluación de secundaria tenía que ser competencial, en vez de formación, simplemente se pasó un power point informativo. Por lo tanto, muchos docentes sienten que el cambio es decorativo, que no va en serio porque no se hace nada para que haya cambios reales. Esto genera el “cinismo” del cambio. Debemos comprender pues que muchos resistentes tienen motivos para serlo, y desmontar tanto el desconocimiento y los prejuicios, como denunciar las proclamas de cambio que no se acompañan con decisiones que lo hagan posible.
El sistema educativo parece tener una maldición. Le pedimos que haga cosas para las que no lo capacitamos. Y esto genera una espiral de culpabilidad entre todos los actores y todos sus defectos. Nos centramos en buscar culpables, sin investigar las causas de sus problemas y articular el cambio para resolver la segregación, el abandono escolar prematuro o la falta de apoyo familiar. Por tanto, la cuestión es romper el círculo vicioso de la culpabilidad, y empezar a visualizar el cambio como una necesidad.
Mi experiencia de cambio en el Horizonte 2020 me hizo confirmar que el esfuerzo mayor para transformar está en el valor que los directivos y los docentes damos al I+D (Investigación y Desarrollo) en la educación, así como en el esfuerzo por reservar horas de dedicación a la reflexión y la estrategia. En el fondo, no nos creemos que haga falta. Por eso, no invertimos en formación ni en el acompañamiento de los directivos y docentes, para desarrollar un proceso de transformación.
Estoy de acuerdo. En educación no se ha implantado una política de Investigación, Desarrollo e innovación (I+D+i), que son los tres elementos habituales en el mundo productivo. Algunas personas rechazan esta comparación diciendo que es empresarial, pero no es verdad: el propio Instituto-escuela de Madrid fue creado en 1918 por el Ministerio de Educación como una acción de investigación, desarrollo e innovación. Hoy no existe un planteamiento parecido.
La acción de I+D+i tiene costes muy altos cuando lo hace un solo colegio o colectivos reducidos. Por eso es necesario crear redes amplias y promoverlo desde las administraciones públicas. El problema es que falta ambición en la educación. Es algo que he comprobado yo mismo. En 2015, cuando estaba trabajando en cómo impulsar EN21, una representante de la autoridad educativa de la ciudad de Barcelona me reconoció que el proyecto Horizonte 2020 de Jesuitas era muy bueno, pero que ellos “no se lo podían permitir”. Y es que cuando pensamos en el coste de acompañar a centenares de escuelas en el cambio, no calculamos el coste social que tiene no cambiarlas. Es algo parecido a lo que nos hemos encontrado en el confinamiento. Hemos echado en falta la competencia digital de los docentes, cuando resulta que hace veinte años que se viene hablando de esta necesidad.
Cuando impulsé la creación del Centro de Tecnologías Ituarte (CETEI) en el colegio Joan XXIII de Bellvitge (L’Hospitalet) me encontré a menudo con una mirada de incredulidad sobre la necesidad de que la educación tuviera un centro de experimentación tecno-pedagógica. Es el reflejo de la mentalidad de un sector que no acaba de tener una autoestima alta en su valor profesional. Y por eso es lógico que se valore más que la escuela se abra para que los padres y madres vayan a trabajar, que no por ser un servicio esencial.
Para mí el problema no es tanto que no se considere esencial, sino que la educación se ve como una actividad artesanal de poco valor añadido, aquello que resume la frase popular de “cada maestrillo tiene su librillo”. Esta lógica está muy vinculada a la visión industrial de la enseñanza, que transmite repetitivamente cada año la misma información desde un profesor que explica con un libro de texto como referencia, y donde se demuestra la adquisición a través de un examen. Lo que requiere el profesor es control disciplinario y saber explicar, lo que con la veteranía, supuestamente, se mejora. Ante este enfoque, no hay necesidad de investigación y desarrollo. Y por esto, también, hay la misma lógica en el acceso a la escuela pública mediante el sistema de oposiciones, que garantiza la plaza para toda la vida laboral, sin que se requiera ni una selección ni un desarrollo profesional competenciales.
Es por esto que creo que debemos desmontar esta concepción obsoleta de la educación. Este modelo no podrá capacitar los chicos y chicas que convivirán con transformaciones exponenciales, máquinas inteligentes y retos individuales y globales complejos e interrelacionados. Ante la transformación exponencial, la escuela debe llegar a ser ella misma una organización que aprende, y todos los que forman parte de ella deben tener las competencias de aprendizaje permanente que lo posibiliten.
Una de las aportaciones de EN21 ha sido visualizar que cambiar no es un defecto, sino una virtud. El problema es que el sistema educativo está fundamentado sobre la base de la autoridad. Y parece que cuando se cuestiona el modelo, se pone en duda la autoridad del maestro, y se perjudica a todo el sistema. Pero esto es una premisa falsa. El maestro no lo sabe todo, y él mismo debe formar parte del proceso de aprendizaje del proyecto educativo de una escuela, junto con los alumnos. En este sentido, creo que nuestra iniciativa colectiva ha conseguido aumentar la reputación del cambio. Las escuelas que han querido formar parte de EN21 lo han hecho por interés del conjunto de docentes y de las familias y, en algunos casos, de sus municipios, para actualizarse. Y esto ha conllevado una motivación para la formación del profesorado, para la experimentación de nuevas prácticas y para la creación de prototipos que hagan posible el cambio. Todo esto que atañe la educación obligatoria es también una enorme asignatura pendiente para la universidad.